MINERVA: — En eso sí te doy la razón. Ya
ves lo mal que me fue a mí en el matrimonio que ella negoció con Manolo, otro
millonario de "alcurnia" (poniendo énfasis en esta palabra)
— que derrochaba su fortuna en mujeres y alcohol. Sólo medio año
estuvimos casados y cuando nos divorciamos...
ARIADNA: — Recuerdo que entonces mamá no
hacía más que recriminarte por no saber manejar las cosas con más comprensión y
con un poco de mano izquierda.
MINERVA: — El que fuera alcohólico y no
quisiera reconocerlo, era lo peor. Pero además, no me quería. Hasta me pegó en
una de sus borracheras...
ARIADNA: — Sólo te tuvo como su
"muñequita preciosa" para exhibirte y que los demás lo envidiaran. No
me vas a negar que mamá te vendió al mejor postor, porque tus otros
pretendientes eran pobretones, incluso Rodrigo.
MINERVA: — Rodrigo y yo nos amábamos y
queríamos casarnos, pero mamá, con pericia, logró alejarlo... Lo que no le
perdono a papá, es que, ni movió un dedo para impedir la boda.
ARIADNA: — Ya sabemos que lo que mamá
decida en esta casa es santa palabra para papá. Así es como hemos ido
cometiendo errores tan garrafales. Ahora recuerdo cuando me gustaba Pedro
Masías...
MINERVA: ¿El hijo del carnicero? ¡Qué
golpe mortal para mamá, si hubiera sabido que te habías enamorado del hijo del
carnicero!
ARIADNA: — ¡Pero qué guapetón se veía cuando con aire de
gran señor pasaba montado en su caballo y arreando el ganado para el matadero! Yo
también deseaba irme con él gritándole al ganado a todo galillo: ¡Arreé,
aaaarreee!
MINERVA: — Volviendo a lo de
antes: lo que no comprendo es que al principio Antonio parecía muy enamorado de
Diana. Es increíble que ese amor haya terminado tan mal. Me temo que todo lo
bueno en la vida, de una manera u otra, se acaba.
ARIADNA: — Cuando Antonio abandonó a
Diana, recuerdo que ella no lloró ni dijo palabra, pero creo que fue cuando
comenzó a sentirse mal.
MINERVA: — Tal vez como yo me sentí
cuando comprendí que no podía salvar mi matrimonio del naufragio en el que
estaba, porque Manolo seguía su vidorra de solterón en francachelas con
amigotes y mujercillas de las que se recogen en los cabarets
ARIADNA: — Lo que le pasa a Diana me
duele mucho. Ella ha sido para mí como mi verdadera madre. Me ha dado cariño. Además, vos me
contaste que con ella di mis primeros pasos. Me ayudó también a llevarme
la cuchara a la boca y a trazar mis primeras letras. De noche, cuando mamá me
dejaba a oscuras en el dormitorio, ella
rezaba conmigo y me contaba lindos cuentos, para que yo me durmiera. ¡Qué sola me he quedado, Minerva!
MINERVA: No estás sola, tontuela. Aquí
estamos papá y yo.
(Ariadna se levanta de la silla y hace ademán de salir. Minerva la
retiene por la falda y comienza a llamar a gritos a Chela.)
MINERVA: — ¡Chela, Cheeela! ¡Papá,
mamáaaa! Aquí, en el cuarto de costura... (El padre entra
precipitadamente).
PADRE: — ¿Qué pasa, Minerva?
MINERVA (Agarrando el borde de la
falda de Ariadna, señala una mancha de sangre): — ¿Que no
lo ve?
PADRE: — Te lo dije. Se veía venir. ¡Y
precisamente hoy, que Leonor no está en casa.
ARIADNA (Mirando con asombro la mancha de su falda.): — ¡¡¡¡SANGREEEE!!!!
¡¡Dios Mío!! ¿Dónde me hice daño? ¿Y cuándo, si no he salido hoy de
casa? Voy a cambiarme de vestido. ¡Qué enojada se va a poner mamá!
MINERVA: ─ ¡Ingenua! ¿No has comprendido que esta mancha no es
como las de tus travesuras?
PADRE: — ¿Y no la preparaste como te lo
pedí? (Ante la negativa muda de Minerva, exclama) ¡Qué problema!
¿Y ahora quién se lo va a explicar?
ARIADNA: — ¿Entonces, qué es esto?
MINERVA: — Mirá Chelita, ¡y
precisamente hoy que no está mamá! Traéme las toallitas higiénicas que tengo en
la cómoda. Vení, Ariadna, vamos al baño para explicarte cómo usarlas.
ARIADNA: — ¿Qué me pasa? ¿Por qué no me
lo explicás, Minerva? Tal vez vos, Chelita, podás sacarme de este atolladero…
¿estoy des... hon... ra... da? ¿Como Encarnita, que tuvo un bebé sin
casarse?
MINERVA: — ¡Las burradas con
las que sale esta tontoneca! Vení conmigo, vamos al baño.
ARIADNA: — ¿Por qué tanto misterio y
alboroto, entonces? ¡Decíme lo que me pasa!
(Minerva empuja a Ariadna por la espalda y ambas salen
por la puerta que conduce al interior de la casa. Las luces del escenario se
apagan.)
ESCENA 7
(RETROSPECTIVA: cinco meses después de la escena anterior, en la
sala)
(Se escucha la sexta sinfonía de Beethoven, la cual proviene de la
radio. El señor Maldonado lee un libro.)
MINERVA: — ¿Cuándo será que no estés en
la luna, Ariadna? Poné los pies en tierra. ¿En qué estás pensando ahora?
¿Maquinás acaso arreglar el mundo de una vez por todas, con ese gesto
circunspecto y respetable, que asusta al más pintado?
PADRE: — ¡Minerva! ¿Por qué empleás
siempre ese tono de reproche con tu hermana? Es hora de que cambiés de actitud
con ella. Después de todo, sos la mayor.
ARIADNA: — ¿Quéeee?
PADRE: — No le hagás caso a tu hermana. ¿Querés
que hablemos a solas?
ARIADNA: — Es igual. Lo que tengo que
decir lo puede oír cualquiera. No vale la pena. Sólo pensaba... bueno, es que
la Sexta Sinfonía de Beethoven siempre me pone así. Me estaba
preguntando si después de todas las agonías de esta vida, tan dolorosa como esa
tormenta de la sinfonía, se puede alcanzar una mirrusquitica de placidez, como
la de ese movimiento musical en el que se experimenta paz y felicidad casi
celestiales...
PADRE: — ¿Eso quiere decir que te
ocurre algo, Ariadna?
ARIADNA: — No es nada, papá, es sólo que
Diana... ¿No la ve, de nuevo completamente fuera de nuestro círculo familiar,
atrapando qué sé yo qué en el aire?, ¿tanteando qué?, ¿en busca de qué? Me
preguntaba si Diana tiene ojos y manos de hada que ven y tocan lo que nosotros
no vemos ni tocamos y por eso se pasa haciendo en el aire esos gestos con las
manos.
PADRE: — Cada día se nos pone peor, ya
lo sé. No habrá otro remedio que llevarla una vez más a la clínica. Volverá
bien, como regresó hace unos meses. Es cuestión de tiempo y de medicamentos
adecuados. Lo que me preocupa es que yo no estoy bien de salud y no sé quién se
hará cargo de ella para atenderla a tiempo... si algo me pasa...
MINERVA: — Ayer usted fue al
médico, papá. ¿Tan grave es lo suyo? Usted les andaba zafando el bulto a los doctores
y ahora va muy mansito a su consultorio.
PADRE: — Sí, hija, no te preocupés, fue
sólo una visita rutinaria, pero me dijo que necesito mucho reposo y nada de
preocupaciones ni contrariedades. Es el corazón, pero no se inquieten que tengo
las medicinas necesarias y Leonor me atenderá como siempre lo ha hecho.
MINERVA: — Ya sabés, Ariadna,
¡No darle más disgustos a papá!
PADRE: — Sobre todo dejá de quejarte de
Leonor. Hoy se encuentra indispuesta por una discusión que tuvo con vos. ¿Qué
pasó, Ariadna? Ella se niega a hablar del asunto.
ARIADNA: — No lo sé, papá... Mejor
dicho, creo que fue por algo relacionado con don Bernardo. Sí, fue lo de don
Bernardo...
PADRE:
— ¿Pero qué pasó con Bernardo?
ARIADNA: — Este... bueno... es que...
MINERVA: —
A la linda Ariadnita no le da la real gana de soltar prenda, como siempre, pues
sabe que la culpa es de ella y de nadie más. Seguro que le hizo alguna grosería
a don Bernardo. Mejor que no conteste porque ya debe haberse inventado una gran
mentira.
ARIADNA:
Dejá de meterte conmigo y de tratarme como si yo fuera una chiquilla.
Sí, tenés razón, es mejor que me calle... y quizás hasta que me corte la
lengua... porque lo que tengo que decir más vale que no lo oiga papá.
PADRE: — ¿Tan malo es, Ariadna? Sos tan
exagerada como tu abuela materna, a quien le hervía la imaginación a tal punto
que lo desproporcionaba todo. Me lo dirá Leonor... cuando le haya pasado el
disgusto.
ARIADNA:─ (Comienza a sollozar sin
control, abrazada al cuello de su padre) ¿Y usted cree que ella se lo va a decir de
veras? Le dirá otra cosa y usted le creerá como siempre. Papá, don Bernardo... (Pausa
larga) don Bernardo se hace llamar su amigo y usted lo quiere mucho, lo
respeta, es su hermano de logia, pero él no es... su amigo...
PADRE: — ¡Te atrevés a tanto, incauta! Por evitar un castigo, sos capaz hasta de involucrar en tus enredos a mi
amigo más querido. ¡Mirá que has ido lejos! Esto es muy serio, Ariadna. Por una
calumnia como ésta, hasta te pueden hacer un juicio. Tendré que darte un
castigo del tamaño de la falta.
ARIADNA: — ¡No, papá, noooo! Lo que estoy
viviendo en estos momentos es ya un castigo desproporcionado para que usted
agregue otro. Yo no quería decir nada. Fue usted el que me obligó a hablar...
La verdad es que no sé nada... ¡Estoy tan confundida!
MINERVA (con dejo burlón y despectivo): — ¡Lágrimas de cocodrilo! No le haga caso a esa mete-la-nariz-en-todo,
papá. Hágalo por usted mismo, por su salud, por nosotros, que lo queremos mucho
y lo necesitamos sano y salvo por muchísimos años.
DIANA: — No llorés así, que me rompés
el alma! Te lo he dicho más de una vez: ellos no entienden nada, no quieren
entender nuestro mundo. ¡Son tan viejos! Sólo saben de regaños y de
esto-se-hace-así-y-aquello-asá.
MINERVA: — Vení conmigo, Diana. Es hora de
tu medicina.
PADRE: — Bueno, basta
ya, Ariadna. Cualquiera diría que no me querés. Acabo de pedirte que me evités
disgustos y lo primero que me das es uno muy grande. Ahora estoy muy cansado.
Esto no quiere decir que no vamos a hablar del asunto otro día. ¿Me oís? Bueno,
ahora vete a estudiar, y al acostarte, si te acordás de alguna de las oraciones
que de niña te enseñó Diana, rezála por vos y por todos y cada uno de nosotros.
ARIADNA: — ¿¿Me pide usted que yo rece?? ¿Usted, que siempre renegó de la religión
diciendo que es el opio del espíritu...?
PADRE: — ¿Te sorprende que te
lo pida tu padre ateo? Me parece que los años y las enfermedades me van
poniendo sensato. Tal vez chocheo, o más bien sea una ley de la vida que en las
encrucijadas del final, nos hace echar marcha atrás. Ahora que tengo muchos
ratos para mí solo, me pongo a meditar y me asalta la congoja de haber cometido
muchos errores, de haber actuado siempre a los primeros impulsos del corazón.
Cuando joven, era excusable... Ahora soy viejo y ya no puedo cambiar lo que
fue.
ARIADNA: — Pero ahora sí que me asusta usted: debe estar
muy enfermo para que haya llegado a tales extremos, como pedirme que rece por
usted.
PADRE (Dejándose caer en uno de los sillones con desaliento): — Me pregunto si me equivoqué al darles a ustedes una educación tan
liberal y ajena a los principios religiosos. Quizás Dios, la religión, más que
un opio, sean una manera de aniquilar la soledad y hasta la desesperanza. En mi
soberbia, creía que estaría preparado para el final. Pero no es así. ¡Ojalá
estuviera preparado! Muy lejos de eso...
ARIADNA: — No diga eso. No está
solo, papá. Nos tiene a nosotros y a sus amigos de la logia, los que usted
llama hermanos.
PADRE: — Ya no creo ni en eso de la
logia masónica, m'hijita. La verdad es que nunca creí... iba sólo porque me
parecía que romper los esquemas establecidos era una forma de acercarme a la
verdad. Ahora pienso que asumí esas posturas porque tenía ínfulas de
intelectual. ¡Cuánta presunción se anida en los seres humanos! Sólo porque
hemos leído un poquito más que otros nos sentimos superiores a ellos.
ARIADNA: — Pero usted continúa yendo a la
logia, papá.
PADRE: — No. Hace mucho dejé de ir. A las últimas reuniones asistí por
costumbre, por salir y hablar con los amigos. Para ser franco, la primera vez
que puse los pies en la logia, yo esperaba respuestas, pero no contaba con que
estas respuestas serían relativas como todas las que recibimos. Y aquí estoy
todavía buscándolas. ¿En qué creo? ¿En Dios? Todavía no lo sé...
(Hace una pausa) Lo que más me preocupa es no saber si la
educación que he dado a mis hijos es la mejor. Y es que ésta es la hora del
recuento de la cosecha porque la muerte se acerca.
ARIADNA: ─ ¡No diga eso, papá!
Usted es lo único que me queda y se le ve sano, fuerte y joven. ¿Se imagina lo
que sería para mí la vida sin usted?
PADRE: — Así es la vida. Tarde o
temprano he de irme para siempre como tantos otros y tu vida no cambiará su
curso por eso. Seguirás como siguen todas las personas y las cosas.
ARIADNA: — Entonces podrá comprender algo
que quería decirle, pero temía que le fuera a molestar: hace tiempo que me
siento perdida... y Dios se me ha hecho una necesidad absoluta.
PADRE: —¿Vos...buscando a Dios?
ARIADNA: — Sí, papá, como lo oye: D-I-O-S.
Él se haría cargo de mí, y yo me sometería a su voluntad sin chistar... así
todo estaría en sus manos. Lo necesito ahora más que nunca.
PADRE: — Me agrada que tengás
inquietudes espirituales, pero tené cuidado de no dejarte atrapar en las redes
del fanatismo, o en la práctica rutinaria de fórmulas dogmáticas. Seguí
buscando, hija. Quizá eso te ayude a controlar el carácter rebelde y difícil
que tenés. Ahora vete a estudiar, que ya hemos charlado bastante.
ARIADNA: — Me ha hecho mucho
bien esta conversación, papá. Que pase buena noche. ¿Quiere algo antes de
retirarme?
PADRE: — Ariadna, decíme la verdad. ¿Qué
quisiste dar a entender, con eso... de la amistad de Bernardo?
ARIADNA: — La verdad es que no
sé de qué habla. Si no me equivoco, platicábamos de acogernos a Dios y a la
religión. Buenas noches, papá, váyase a descansar que buena falta le hace.
PADRE: — ¡Un momento Ariadna! Decíme
la verdad. ¡La verdad, Ariadna! (Las luces se apagan).
ACTO SEGUNDO
ESCENA 1
(VELORIO)
El murmullo de las voces es
amortiguado por el fondo musical del "Dies Irae". Al levantarse el
telón, don Bernardo va a sentarse cerca de Ariadna, quien dormita junto al
féretro
BERNARDO: — Te has quedado dormida. Estás
fatigada... Ha sido un largo día para todos.
ARIADNA
(Hablando con desgana): — Sí, muy largo… estoy agotada. Me
duele la cabeza... me pesa todo el cuerpo. Yo diría que hasta el alma se me ha
vuelto plomo.
BERNARDO: — El entierro será a las diez,
¿no?
ARIADNA:
— Sí. Falta todavía mucho...
BERNARDO: — ¡Me cuesta creer... aceptar...
que ella se haya muerto! ¡Pobre Leonor! ¿Por qué ustedes la hicieron sufrir
tanto? Vos... en especial vos, Ariadna.
ARIADNA: — ¡Oh,
no! Usted se equivoca, don Bernardo. Ella era la que nos martirizaba sin
tregua. ¿La prueba? Ahí tiene a Diana con su juventud y alegría truncadas por la
locura... su único escape a la penosa vida que mamá nos dio.
BERNARDO: — Decís cada cosa, muchacha, que hay
que ver. Es el cansancio. Yo sólo quería explicarte que a Leonor le incomodaba
tu silencio. Era un silencio cargado de algo así como rechazo. Ella decía que
asomaba por tus ojos en miradas que le hacían mucho daño. Para Leonor tu
silencio era un nudo de rencores y ella no podía explicarse por qué...
ARIADNA: — ¿Que no sabía por qué?
BERNARDO: — Eso me decía... Y que su única esperanza era
que una vez superaras la adolescencia, todo eso acabaría. Pero ya dejaste muy
atrás esa pubertad…
ARIADNA: — ¡Ah, dice que le pesaban mis
miradas! Sepa de una vez por todas
que en realidad no era yo quien la hacía sufrir, sino su propia conciencia.
Callando, sólo trataba de ignorarla por todo el daño que me causaba. Agregue a
esto lo de... lo de la muerte de papá... ¡Nada menos que usted, el que se hacía
pasar por su mejor amigo!
BERNARDO: ─ (Con voz temblorosa.) ¿Yo? ¿Qué tengo que ver con la muerte de Gonzalo? Ya no sabés qué
inventar, ni a quién acusar. Gonzalo y yo fuimos amigos hasta su muerte.
ARIADNA (Con tono de ironía.): — Hoy me revela usted que ella sufría por culpa mía. Usted lo ha dicho:
fuimos dos víctimas... (Pasando de la ironía a un tono de placidez): — ¡Es extraño!
Ahora que usted lo dice, siento como si me hubieran quitado un peso de encima y
que aún puedo tener esperanzas de encontrar la quietud y el reposo que desde
hace tiempo perdí.
BERNARDO: — ¿Por qué toda esa hostilidad, Ariadna?
ARIADNA: — A decir verdad, no estoy
segura... Tengo miedo de mirar en mi alma. Sí sé que he sufrido lo indecible
callando, siempre callando y oyendo, día tras día, su voz chillona regañándome
por todo.
BERNARDO: — Te repito: ¿por qué? ¿Sólo
porque en un momento de cólera te dijo aquello de que mejor no hubieras nacido?
Estoy seguro de que ella no quiso herirte. Era incapaz de matar una mosca.
Mujer más buena no hay ni habrá ya más en este mundo. Tenía su temperamento,
pero vamos, ¿quién no lo tiene?
ARIADNA: — ¿Usted, precisamente don
Bernardo, se atreve a preguntarme a mí, por
qué...? ¿No lo sabe o es que para que todo quede tapadito se hace el zorro?
¡Váyase adonde no lo vea nunca jamás, porque yo no podré guardarme por mucho
tiempo la verdad! Usted sabe bien que esa verdad fue la que le costó la vida a
mi padre. ¿Qué generosos atributos tiene usted,
don Bernardo, que no sólo no le vio a mamá maldad alguna, sino que también la
amó? . Todo
eso que yo insisto en llamar la verdad, ¿será más bien un engaño de mis
sentidos? ¿Y si fuera usted, don Bernardo, el que se engaña a sí mismo? (Ariadna
se pone a llorar en silencio. Entra Minerva).
MINERVA: — ¿No vino Óscar?
ARIADNA (denegando con la cabeza): — Mamá había prohibido que volviéramos a vernos. De seguro, porque no
figuraba en la lista de los pretendientes ricos. Ya sabés, esto ya lo hemos
discutido varias veces. Al que más extraño es a Felipe, que en paz descanse.
¡Mi querido Felipe! Si todavía viviera, de seguro hoy estaría sentado aquí, junto
a mí.
(Se apagan las luces y Ariadna queda pensativa. De la penumbra sale Felipe, quien
se sienta a horcajadas en una silla, con los brazos apoyados en el respaldo.
Felipe es un hombre desgarbado y de unos treinta y cinco años.)
ARIADNA: (Aparte, comenta): — Felipe habría permanecido en silencio un largo rato, como solía hacerlo.
De pronto me habría dicho:
FELIPE: — ¿Me podés explicar por qué, para
llegar a esto se tenga que sufrir tanto? ¿Creés que vale la pena darse la
vuelta por el mundo? (Guarda un corto silencio de nuevo). ¿Y
ahora, qué? La nada... Mirá a tu madre, Ariadna. Ha muerto con la postura
horizontal de todos. Que haya sido buena o mala, no se le nota. Que haya creído
en Dios, o no, tampoco se le nota. No debe ser muy importante todo eso, ¿no lo
crees? (Felipe se desvanece en la penumbra de la sala).
ARIADNA (Aparte, sigue bajo
el foco azul): — ¡Pobre Felipe! Esta noche de cirios y voces apagadas me lo trae entero
a la memoria. Ya no está entre nosotros, pero lo siento junto a mí, persiguiéndome
con sus opiniones lapidarias, llenándome la cabeza con su obsesión de la nada.
ESCENA 2
(RETROSPECTIVA: unos años antes del velorio de doña Leonor)
(Tirada en el sofá, Ariadna lee un libro. La radio trasmite el concierto
para guitarras de Vivaldi. Entra Felipe y la saluda, ella levanta la vista del
libro).
FELIPE: — ¡Cómo tarda Julio César! (Después de una pausa, se dirige a
Ariadna). ¿Qué estás leyendo con
tanta atención?
ARIADNA: — (Levantando la vista del
libro, contesta de manera cortante).Te importe o no, leo, POESÍA.
FELIPE: — ¡Claro, debí adivinarlo!, lo
que leen todas las mujeres cursis y romanticonas como vos.
ARIADNA: — Y los hombres, ¿nunca leen
poesía?
FELIPE: — Yo me refiero a que las mujeres
leen poesía barata, empalagosa, de amores dolientes e imposibles.
ARIADNA: —¿Y los hombres qué leen?
FELIPE : — ¡Ah!, a nosotros, los hombres, nos gusta la poesía viril como la de
Manrique, Vallejo... ¡Vallejo, éste sí que es carne de poesía! Unamuno, con su
Prometeo y su Cristo doliente. Aleixandre... En fin, todo un regalo para el
espíritu es la que yo llamo “Señora Poesía”. Siempre te veo ahí, en ese sillón, leyendo, o
haciendo que leés. En fin, dándotelas de sabihonda y todo es pura pose.
ARIADNA: — ¿Qué te he hecho
yo, Felipe, para que me digás esas cosas?
FELIPE: — Me fastidian las mujeres como
vos…
ARIADNA: — ¡Me ha
llamado MUJER! ¡Es la primera vez que alguien me llama mujer!
FELIPE:
— ¿Y quién es el poeta que leés?
ARIADNA: ¿Y a vos qué te importa?
FELIPE: — ¡Baudelaire en
español! Las flores del mal son palabras mayores. Me quito el sombrero,
señorita. ¿Y entendés su poesía?
ARIADNA: — Nunca trato de entender la
poesía. Me toca aquí, en el corazón, la siento, la vivo, pero no la analizo.
Para mí, los poetas son los que saben expresar todo lo que yo callo porque no sé cómo expresarlo. En sus versos
ellos hablan por mí y para mí.
FELIPE: — ¡Vaya!... Yo te había creído
una soñadora insípida, cursi y pedante. Me equivoqué Sos sólo una de esas que gozan sufriendo...
una masoquista. Así es que como tu comodona vida no ha padecido todavía el
dolor lo buscás en los poetas. Te importa un pito lo que te digo ¿eh?
ARIADNA: —Total, todos me creen sosa y me
consideran tontica. Con lo que acabo de decirte, quedás informado de que a mí
no me gusta hablar, me cansa y hasta me fastidia.
FELIPE: — Pues ya ves, te equivocás. Yo
nunca pienso lo mismo que los demás. Muy graciosa y simpática no sos, pero
vamos, tenés unos lindos ojos cenicientos y...
ARIADNA: Mejor calláte.
¡Basta ya de sarcasmos!
FELIPE: — Perdoná, sólo quería
explicarte que... hasta hace poco no soportaba el aire de importancia, de
orgullo, de suficiencia, que me parecían revelar tus gestos. Me resultabas estúpidamente
antipática.
ARIADNA: — Además de tonta y muda, como dice
mamá que soy ante los muchachos, ahora resulta que también soy antipática.
Muchas gracias por tan hermoso cumplido.
FELIPE: — Bueno, es que me parecías uno
de esos niños detestables, distintos a los demás, que jamás han hecho una
travesura. Aquí mismo reconozco que me equivoqué. (En tono burlón):
— Tenés que admitir que soy la humildad en persona al reconocerlo... Y más vale
que lo admitás, porque siempre me ha sido muy difícil aceptar que me equivoco..
ARIADNA: — ¿Se puede saber qué te hizo
cambiar?
FELIPE: — Bueno, es que acabo de
comprender que lo que me parecía orgullo en vos era timidez y miedo de
estorbar. Todas estas tardes, cuando me sentaba aquí a esperar a Julio César,
estoy seguro de que te sobraban ganas de salir corriendo.
ARIADNA: — Te costó mucho averiguarlo,
Felipe.
FELIPE: — Y tu aire de suficiencia es
sólo una estudiada forma de ir encubriendo tu torpeza y evitar el ridículo. Lo
que te come no es el orgullo ni la soberbia, sino el miedo. Un miedo tal al
ridículo, que te pone grillos en la lengua, en el gesto, en la actitud. No
tenés amigos por puro miedo. ¿Querés ser amiga mía?
ARIADNA: —
¿Yo? ¿Amiga tuya? Estoy acostumbrada a estar sola... Hablar con Minga...
Escribir mi diario. Ni siquiera sé mantener una conversación. Mis únicos amigos
son los libros. A veces hablo con los míos, pero siempre de lo nuestro ¿Cómo podría ser tu amiga…?
FELIPE: — Dejá de mirar al suelo. Para
comenzar una amistad hay que saber mirar a los amigos a los ojos. ¿En qué
pensás?
ARIADNA: — En que vas a aburrirte. Vivo
metida en mi mundo, y soñando un futuro mejor, tanto que sin quererlo, cada día
me vuelvo más tímida, lo cual me abre distancias y muros frente a la realidad.
FELIPE: — Te comprendo porque cuando era
adolescente fui así. Te gusta vivir alimentando una existencia absurda, sin
soportes reales.
¿Crees acaso que los seres tienen derecho a recrearse a su gusto y
capricho como diosecillos? Te engañás vos misma y pretendés engañar a la vida,
implacable buscadora de realidades.
ARIADNA: — ¿Y quién nos asegura que la
vida no sea también un absurdo? Todo se vuelve un continuo fantasear para salvarnos
de la realidad. ¡Sueños, sueños y más sueños! Para mí la vida es un desatino.
¿Vos no soñás, Felipe, para aniquilar todo este disparate que llaman vida?
FELIPE: — Yo soy la locomotora que ya
dejó muy atrás los paisajes de ensueño. Tengo treinta y cinco años, un pasado
largo, triste y brumoso, un bagaje de ensueños e ideales que nunca se
concretaron. La vida me los fue aniquilando en las mismas entrañas del alma. Me
voy a sincerar con vos: no creo en nada. Así como lo oís. Hace mucho tiempo que
perdí esa fe que Unamuno llama del carbonero y yo la llamo fe mecanizada.
ARIADNA: — ¿Cómo podés estar
tan tranquilo y vivir así como así?
FELIPE: ─ Mirá, nos morimos y
lo único que queda de nosotros son nuestras propias obras... si es que hemos
hecho algo que haya contribuido a mejorar la sociedad. Los hijos, si es que los
tenemos, podrían ser otra forma relativa de salvación. También el recuerdo que
guarde alguien de nosotros. Ya ves lo poquísimo que va a quedar de mí, si es
que queda algo. Me hundiré para siempre en la nada, donde todo va a parar.
ARIADNA: — ¿La nada? ¿Querrás decir, la
muerte ¿no?
FELIPE: — Dije “la nada”. Un día de
éstos te traeré el libro de Sartre para que comprendás lo que es esa nada. ¿Ves
como vos y yo tenemos mucho que hablar de muchas cosas? Cuando hayás terminado
de leer el libro de Sartre, lo discutiremos y yo te orientaré. Verás qué
sabrosas conversaciones vamos a mantener.
ARIADNA: — Sí ¡claro! Pero... me cuesta aceptar que no crees en
nada. ¿No te da miedo?
FELIPE: ─ ¿Y vos sí crees en algo?
ARIADNA: — No lo sé, Felipe. Desde hace días me siento
perpleja ante las cosas, los hechos, la vida. Todo me resulta incomprensible e
inexplicable. Por eso tus palabras me dan miedo. También me lastiman. Es la
primera vez que alguien me habla así. Estoy muy confundida... Debe ser muy
doloroso saber que todo termina irremediable y definitivamente después de
morir.
FELIPE: — Te equivocás de cabo a rabo,
Ariadna, pues ya ves que no. En mi vida no hay amarguras. Sí una constante y
renovada renuncia a la eternidad, a la que aspiran los que se refugian en las
religiones. Por eso la vida me es preciosísima, algo casi divino, porque se
vive una sola vez y después, ¡nada! Así la voy viviendo con todos mis sentidos,
con todo mi ser.
ARIADNA (Estremeciéndose): — No comprendo cómo se puede vivir así y cómo podés
quedarte tan tranquilo. Precisamente el cristianismo es el mejor refugio para
mí porque me ofrece la vida eterna... Lo malo es que... me cuesta creerlo. Pero
me aferro a que sí, a que todo será tal cual lo prometen los que saben de eso.
FELIPE: Puros embustes! El presente es
lo único válido. El pasado lo recuerdo satisfecho porque me ha enriquecido. El
mañana lo detesto y lo espero con temor, porque en ese mañana se extinguirá mi
yo y todo lo que constituye mi extraordinario mundo de aquí y de ahora. Eso sí,
VIVIR, así, con énfasis, representa un continuado e ininterrumpido intento de
alcanzar un máximo de perfección moral y espiritual, aquí y ahora... y no
esperar a que se asome la muerte para arrepentimientos
inútiles...
ARIADNA: — Dichoso vos que ya encontraste
una verdad. Yo, en cambio, vacilo y me pierdo en un laberinto de dudas. ¡Cuánto
no diera por poseer también una verdad! Aunque fuera una verdad como la tuya.
Por ahora, me atrae la fe católica.
FELIPE: — ¡Me lo veía venir! ¡Bah! sé un
poco original, buscáte una creencia del tamaño de tus necesidades y dejáte de
pamplinas. Sos muy pobre de espíritu al seguir al rebaño y contentarte con lo
que ya está fijado por los otros. Hay que ser inconforme y no dejarse llevar
por las convenciones. El cristianismo, y dentro de él la iglesia católica, son
parte del sistema.
ARIADNA: — Me confundís más de lo que ya estaba. El dios
de la filosofía me resulta muy abstracto. En cambio la religión me brinda un
mundo donde imperan el amor y todo lo que Jesucristo nos dejó en sus
enseñanzas. Lo malo es que me falta creer de veras, muy de veras. ¡Si
pudiera al menos aceptar la resurrección!
FELIPE: — Con fe o sin fe ¿por qué no
apostás a la eternidad? Aquí te será muy valioso el principio de Pascal que es
infalible: apostando a la eternidad, si no existe, nada perdés y si existe,
tenés ganada esa grandiosa gloria que anuncian los curas en el púlpito.
ARIADNA: — Es una solución muy mezquina,
Felipe. ¿Conocés la historia bíblica de Ananías y Safira, su esposa?
FELIPE: — ¿Ah, pero también
te da por leer la Biblia? A mí que me den Aristóteles, Kant, Nietzsche, Sartre,
Marx, tetracloruros, hidratos de carbono y ácidos y no esos cuentos estúpidos
de la Biblia.
ARIADNA: — Pues escuchá uno de los que
llamás “estúpidos cuentos de la Biblia”, porque vale la pena y podría ayudarte
a alcanzar aunque fuera una migajita de ésa tan ansiada perfección...
FELIPE: — Resulta que la que no sabía
hablar con los amigos, ¡ahora hasta narra cuentos y bíblicos! Soy todo oídos..
ARIADNA: — Vale: con los de su tribu,
Ananías y Safira poseían un campo en común, el cual vendieron. Aunque su
obligación no era entregar a la comunidad el producto de la venta, ellos
hicieron creer que lo entregaban todo cuando en realidad se habían quedado con
una parte. San Pedro les reclamó y les dijo que con eso no habían engañado a
los hombres, sino a Dios. ¿Ahora pretendés que yo le mienta a Dios, engañándome
a mí misma?
FELIPE: — ¡Pobrecita!, tu mal ya no tiene
remedio. Lo mejor es olvidarse de la fantasía de la eternidad y poner la carne
en el asador, como yo. El tiempo, con sus minutos, horas, días, meses, eso es
lo único. Con la muerte termina todo, porque después no hay nada, absolutamente
nada.
ARIADNA: — ¡Morir y quedar disuelta en
una nada aniquiladora! Eternamente, como aquella tarde, cuando me sentí de
pronto diluida en el aire y sin asidero en mi ser ni en lo que me rodeaba. Si
eso es la muerte, ¿para qué entonces sufrir, luchar, desesperarse? ¿Para qué
amar y odiar? ¿Y si la nada fuera tan negra y pesada como el odio? ¡Pasarse
toda una eternidad sumida en las tinieblas del odio, con la conciencia
carcomida de odio, qué horror!
FELIPE: — Sos muy joven para que hablés
del odio como si estuvieras familiarizada con él. Tené presente que las
pasiones negativas como el odio son destructivas y son un síntoma de
inautenticidad, una forma de muerte existencial que no cabe en mi filosofía.
(Minerva interrumpe la conversación al entrar por la puerta del fondo).
MINERVA: — ¿Qué tal Felipe? (Dirigiéndose
a su hermana) ¡Conque has estado aquí todo este tiempo, Ariadna, y yo
buscándote por toda la casa! Debí haberlo imaginado porque te pintás para
perecear leyendo como rata de biblioteca. ¡Quién pudiera pasársela así! Mamá
quiere que me ayudés a terminar el vestido de doña Juanita, que lo necesita
para la fiesta de mañana. Con permiso, Felipe. (Minerva deja la escena y
se apagan las luces)
ESCENA 3
(Poco tiempo antes de la muerte de doña Leonor)
(En la sala, Felipe y Ariadna
están conversando. Entra Julio César).
JULIO CÉSAR: — ¡Hola, viejo!
Disculpá que te haya hecho esperar tanto): ─ Bueno. ¿Qué me decís de nuestros
planes para irnos de reclutas? ¿Cuándo nos llaman para salir y unirnos al
ejército de Figueres, allá en La Lucha?
FELIPE: — ¡No seás
imprudente, que nos pueden oír! Nunca sabés quién es tu enemigo y... las
paredes oyen...
ARIADNA: — ¿Se van a la revolución? ¿Van de soldados a La Lucha? ¿Hablan en
serio?
JULIO CÉSAR: — ¡Condenada
muchacha del carajo! ¿Quién te dio permiso para meter las narices en esto,
decíme? ¿No oís que Minerva te está llamando? Andá a ver qué quiere. Lo que
hablamos Felipe y yo no es para mujeres. ¡Te me vas y sin chistar, mocosa curiosa!
ARIADNA: —Te aprovechás de la debilidad
de nosotras, tus hermanas, para maltratarnos. ¿Por qué no probás con tus
amigotes? Con Felipe, por ejemplo. Además, ya dejé de ser una chiquilla para
que me tratés así delante de los otros.
FELIPE: — ¿Todo listo? ¿Llegaron ya
noticias del frente, Julio César?
JULIO CÉSAR: — Que yo sepa,
todavía no hay nuevas. Tan pronto como sepa algo, te lo comunicaré. Vos también
me tendrás al tanto. Hay otros que también quieren alistarse. Me pregunto si
nos van a aceptar... Creo que sí, pues somos buenos y reconocidos tiradores con
mucha práctica en la cacería.
FELIPE: — También nos favorece mucho que
conocemos palmo a palmo la geografía del país, desde el Río San Juan hasta
Talamanca; del Atlántico al Pacífico; y no les tenemos miedo a esas tupidas
selvas plagadas de zancudos y culebras, ni a los ríos caudalosos, como tantos
pendejos que en su vida han salido de la ciudad. Bueno, pero... ¿Y si nos
reclutan sólo para ser carne de cañón?
JULIO CÉSAR: — ¿Te estás echando
atrás, maje? ¡No te me volvás un mariquita! Esperáte, hombre, cuando llegue el
momento, tendremos tiempo para decidir si nos conviene. Recordá que somos voluntarios y nada nos pueden hacer si
desertamos. Entretanto, paciencia, mientras nos llegan noticias de La Lucha.
Entonces allá van a saber quiénes somos nosotros por el burumbún que vamos a
armar. Traca-traca-traca-traaaa.
FELIPE: — ¿Así, tan a la ligera te lo
estás tomando? No se trata de armar burumbún con tiros y muerte. Para mí lo que
importa es luchar por los derechos que han intentado arrebatarnos los
Calderonistas en las urnas electorales. Si el pueblo votó a favor de Ulate,
Ulate ha de ser el presidente de la República, por derecho constitucional. Si
no defendemos ese derecho a tiempo... Bueno, quiero decir que es una misión muy
noble y por eso quiero participar. No para traca-traca-traca como deporte, ni
para matar por matar sin convicción alguna.
JULIO CÉSAR: — ¡Qué derechos, ni
qué ocho cuartos! Todo eso es puro cuento. Lo que importa es armarla bien
armada y lucirnos hasta ganar medallotas. ¡Cuánta gozadera vamos a tener,
traca-ta-traca-ta-traaa, tiro va y tiro viene! ¡De película, Felipe, de película!
¡Lo que vamos a disfrutar! Estoy harto de este adormilado pueblucho del
carajo...
FELIPE: — Siempre creí que lo hacías por principios. ¿Pero es cierto lo que
acabo de escuchar, que te metés en esto sólo para armar jarana porque la
modorra pueblerina te aburre? ¿Porque te has cansado de cazar patos y venados y
ahora querés probar municiones en... los seres humanos? No sos un hombre, ni
siquiera un soldado, sino un carnicero, un solapado criminal. ¡Y pensar que
como vos andan muchos sueltos en este mundo! En vez de pensar en el bienestar
del país y en la defensa de nuestros derechos, vos sólo estás planeando hacer
un burumbún, como si se tratara de un carnaval. No sé si sentir lástima o
desprecio por vos. ¡Y yo, que te admiraba tanto pensando que exponías el
pellejo por los sagrados derechos de ese pueblo! (Sale enfurecido, y sin
darle tiempo a Julio César para replicar, da un fuerte portazo).
ESCENA 4
(RETROSPECTIVA: unas semanas antes del velorio).
(En el cuarto de
costura se encuentran Diana, Minerva y Ariadna).
MINERVA: — Ya hemos probado todos los
medicamentos habidos y por haber y cada vez Diana se nos pone peor. De nada
sirven los calmantes. Además, se está volviendo violenta. Esta mañana, cuando
la ayudaba a vestirse, se volvió, me dio un puñetazo en el pecho y me lanzó al
suelo. Está sobrexcitada. Lo peor es que mamá no quiere aceptar que lo del mal
de Diana es muy serio y requiere tratamiento inmediato.
ARIADNA: — ¿Te enteraste de lo que sucedió
ayer? : — Pues para que te
enterés, mamá salió al jardín porque Diana estaba gritando y lanzando piedras a
diestra y siniestra. Cuando Diana la vio acercarse, comenzó a insultarla y
apedrearla a ella también. Mamá, que no tiene ni pizca de paciencia, furibunda,
agarró un cinturón y comenzó a azotarla. Entre la locura de Diana, sus
historias de la tal Petra, de que ella es de hule y que por eso no siente nada,
y la crueldad de mamá, esto se ha vuelto el mismito infierno.
MINERVA: — ¿Por qué no te rebelás contra
ella y al mismo tiempo te arrancás ese odio que te está carcomiendo por dentro?
Decíle algo, protestá por lo que le hace a Diana, defendéla, pues ella no puede
valerse por sí sola.
ARIADNA: — ¡Qué lindo!, me echás el
muerto a mí. ¿A ver, por qué no te le plantás vos, que sos la mayor de
nosotras, y por eso la más indicada?
MINERVA: — ¡Cuidado!, mamá te puede oír.
Siempre anda fisgoneando detrás de las puertas. Es cierto que sos la menor,
pero la más fuerte, y además, no tenés pelos en la lengua y le cantás cuatro a
cualquiera.
ARIADNA: — ¡Si yo pudiera hacerla
desaparecer...!
MINERVA: — ¡Ariadna! Medí tus palabras.
¿Por qué siempre te vas a los extremos? No se trata de nada de eso. Julio César
tal vez haga algo.
ARIADNA: —Ni pensar en él. Acordáte que
no ha regresado del frente. Sepa Judas por dónde andará.
MINERVA: ─ (Persignándose) ¡Que Dios lo tenga bajo su sombra protectora y nos lo traiga con vida!
El problema está en que Julio César idolatra a mamá y que ella da la vida por
él. Julio César estará siempre de su parte, como lo estaba papá.
ARIADNA: — Es nuestro deber unirnos, y
unidos protestar por sus abusos; hacerle ver que lo sabemos todo y que no
queremos seguir viviendo su farsa. Vos me ayudarás, ¿verdad, Minerva?
MINERVA: ─ No puedo resistir
más. Yo me iré de aquí pronto. ¡No puedo más!
ARIADNA: — ¡Ah, comenzás a reconocer lo
que no querías aceptar antes! Ella ha hecho que esta casa sea un verdadero
infierno. Si te vas, lleváme con vos ¡por amor de Dios! Sos mi única esperanza.
(Minerva niega con la cabeza) ¡Por favor Minerva, sos mi único consuelo!
MINERVA: — Después mandaré por vos. Te lo
prometo.
ARIADNA: — ¡Te escapás con Rodrigo! Por
eso no me querés llevar. ¡Julio César los matará a los dos! Ni soñés con salir
vivita y coleando de tan arriesgada aventura.
MINERVA: — Te diré la verdad, pero no se lo digás a nadie. ¡A nadie! ¿Me
entendés? Sí, me voy con
Rodrigo porque me quiere y quiere mi felicidad. Me sacará de este infierno y
respiraré el aire que dejamos de respirar hace ya tanto tiempo. Quiero
libertad, aún a costa de cualquier cosa. Soy joven y merezco gozar de la vida.
ARIADNA: — ¿Cuándo van a acabar mis
males? Si te vas, me quedaré muy sola...
MINERVA: — Decíme, ¿es justo que me pase
así toda la vida, sacrificando mi juventud, mi felicidad?
ARIADNA: — Es una locura, Minerva.
Pensálo bien, muy bien... Pensá en la violenta reacción de Julio César... ¡Y
mamá!, ¡qué no hará mamá por hacer de tu nueva vida otro infierno! ¿Por qué no
hacen las cosas como se debe y se casan?
MINERVA: — Nos vamos fuera del país,
lejos de todo esto. Nos casaremos por lo civil antes de salir. Rodrigo tiene
una beca para estudiar ingeniería en México. Ya lo he pensado mucho. No hay
otra salida, Ariadna. Y hasta tengo los papeles y el pasaporte. No voy a
quedarme aquí para podrirme entre estas
paredes como tía Amparo, quien se quedó para vestir santos por hacerle caso a
nuestra madre. La suerte ya está echada. (Suelta a llorar con desolación. Ariadna se
acerca a consolarla.
)
ARIADNA: — Vos por lo menos tenés a
Rodrigo. ¡Si yo pudiera!
MINERVA: — Si vos pudieras ¿qué? Hace
días que encuentro debajo de tu almohada la Biblia
y otros libros religiosos. ¿Pretendés meterte a
monja? ¡Bonita monja harías viviendo en tu alambicado mundo de inquietudes y
pasiones! Hablando en serio, ¿pretendés
dedicarte a la vida mística?
ARIADNA: —Siento hambre espiritual. Busco
aquello que nos negaron desde niños, la fe en Dios, esa fe que alienta y ayuda.
Anhelo encontrar a ese Dios bondadoso y comprensivo que amortigua las penas y
cicatriza las heridas. El dios cálido y amoroso del cristianismo. Pero sé...
que no lo merezco. Y menos ahora.
MINERVA: — ¿Por qué lo decís,
tontuela?
ARIADNA: — Es que… vos no comprendés. Si
yo pudiera arrancarme el odio y llegara a perdonarla... El cura me lo exigió
para darme la absolución cuando finalmente me confesé. De mí depende que él me
dé la bendición y me deje ir libre de pecado. Hago esfuerzos, Minerva, pero mi
hostilidad hacia ella, o mi odio, llamálo como querás... es más fuerte que yo.
¡Y qué infinito alivio sería el perdón! ¡Cuánto lo deseo y lo necesito!
MINERVA: — ¿Vos fuiste a confesarte? Sos
un ser paradójico. Y es tanta la complicación de tu espíritu que no
hay quien te entienda. Me hablás de esa necesidad espiritual, esas ansias de
Dios, pero te consume esa morbosa pasión contra mamá...
ARIADNA: — ¡Estoy muy confundida!
MINERVA: — Pero Ariadna, a vos mamá no te
ha hecho más daño que a mí. Yo la rechazo, desapruebo sus mezquindades, pero
también me da mucha lástima. Su neurosis es el resultado de lo que ha
sufrido... Como todo náufrago, se agarra a las más absurdas e ilusorias tablas
de salvación y haciendo sufrir, desahoga sus frustraciones en nosotras tres.
ARIADNA: — No comprendo por qué nos trajo
al mundo, si se vive renegando de nosotras.
MINERVA: — Te repito, para que
te lo metás de una vez por todas en la cabeza, que mamá está neurótica y
necesita de un psiquiatra, tanto o más que Diana.
ARIADNA: — Sos tan buena, que a pesar de
todo lo que nos tortura, la defendés… Es mucho
lo que mamá nos ha hecho. Sobre todo a papá. (Rompe a llorar de nuevo y
sale precipitadamente).
ESCENA 5
(RETROSPECTIVA: dos días antes del velorio)
(Se encuentran las tres hermanas sentadas en la sala.
La radio trasmite música clásica.)
DIANA (Se queda mirando fijamente una de las reproducciones del libro
y enseñándosela a Ariadna le pregunta): — ¿Quién es esta señora, Ariadna?
ARIADNA:— Es la Virgen Santísima. ¿No la
reconocés ya, Diana? Es
la madre de Jesucristo, Diana, ¿te acordás cuando yo era pequeña, en el cuarto
negro de oscuridad, cuando terminabas de contarme aquellos maravillosos
cuentos, yo repetía con vos: "Dios te salve, María, llena eres de
gracia..."? ¿Ya no te acordás?
DIANA: — ¡Cuánta bondad hay en su
mirada! Parece que ha bajado de un mundo donde no habita la Horrenda Petra.
Uyyyy, la Horrenda Petra está ahí, detrás de la puerta. ¡Me va a atacar! Escondéme.
Dejáme arrancar este cuadro de María para llevarlo conmigo sobre mi corazón y
que espante a la Horrenda Petra. ¡Es papá! ¡Es papá que por fin llega! ¡Ha
vuelto, Ariadnita! ¡Ha regresado y me repetías que no iba a volver nunca más!
¿Por qué me decís esas mentiras tan feas? Me hiciste sufrir mucho... hasta
pensé que... se había muerto porque ustedes vestían de negro y lloraban mucho.
ARIADNA: — Diana, sentáte aquí, por favor.
Tranquila...
DIANA: — ¡No! Quiero ver a
papá. Hace mucho que lo espero.
ARIADNA: —
Diana, te lo vuelvo a repetir: desde hace mucho, papá se nos fue para
siempre... no volverá nunca más.
DIANA: — ¡No, papá no se ha ido del
todo! No me ha dejado aquí, en esta casa
sin luz. Papá no ha muerto...
DIANA: — ¡Mentira! Me mentís porque
querés que sea sólo tuyo. Sos una egoísta, ¡querés quitarme a papá!
MINERVA: — Diana, Ariadna dice la verdad. ¡Está
muerto!
DIANA: — ¡Muerto! ¡Y con él
murió el amor y la felicidad en esta casa! Siempre lo mismo, mueren los que no
deberían morir. Todos se van poco a poco. Sólo queda el eco de sus pasos en los
corredores y en lo profundo del corazón. ¿Por qué se marchan los que nos hacen
felices? ¡Es injusto! Todo esto es injusto…
MINERVA: — Injusto y
absurdo, pero no podemos hacer nada contra lo irremediable. La verdad, Diana,
es que no ganamos nada con quejarnos, porque no nos van a devolver a papá.
Además, ningún suceso hermoso del pasado se vuelve a repetir de la misma
manera. Ni vos, Diana, con tu belleza boticelliana, te repetirás. Ni Ariadna,
ni yo.
ARIADNA (muy triste): —
Ahora lo único que quiero es llorar y llorar y llorar hasta que se me
sequen los sentimientos y emociones… No llorés Diana, que todavía nos queda el
consuelo de que donde está ahora, papá no sufre más.
DIANA: — Ya no entiendo nada. Todo es
turbio, confuso. Todo se ha vuelto tristeza y soledad.
ARIADNA: — Nada tiene explicación para mí... desde
que papá murió, la vida se me hace imposible. ¡Me siento tan sola, tanto,
tanto, que me parece que llevo a cuestas una soledad de siglos!
MINERVA: —Todos hemos sufrido mucho.
Nosotras tres, sobre todo, porque mamá nunca nos quiso por ser mujeres. Julio
César ha sido siempre su favorito.
ARIADNA: — Ustedes dos están conmigo, sí,
pero mi soledad es extraña: a veces no siento ni mi misma presencia. ¿Lo ves?,
la espantosa nada que me dejó Felipe, es para mí lo que la Horrenda Petra es
para vos, Diana.
MINERVA: — ¡No comencés, por favor! (Entra Julio César. Viste uniforme de soldado).
JULIO CÉSAR: — ¡Mamá! ¡Diana!,
¡Minerva! ¡Mamá! ¡Todas, vengan! Ya lo ven, regreso sano y salvo...
(Minerva, Diana y Ariadna van a su encuentro con los
brazos abiertos y llorando de regocijo lo abrazan.).
MINERVA: —
¡Julio César! ¿Cómo te fue? ¡Las noticias eran tan alarmantes! Todo el tiempo
temíamos lo peor.
JULIO CÉSAR: — ¡Bah! Si ya la victoria es nuestra. ¿Que no oyen
las noticias de la radio?
MINERVA: — ¿Para qué, si sólo se trasmiten
las oficiales, y siempre a favor de los Calderonistas? Y como si eso fuera
poco, dejamos de recibir las noticias clandestinas desde hace más de una
semana. Pero las buenas que nos daban los figueristas, las contradecía la
prensa al servicio de Calderón Guardia.
JULIO CÉSAR ─: ¿Ni se han enterado
del pacto de Ochomogo, con el que se puso punto final a la lucha? Además, y
como prueba, ¿No ven que estoy aquí? Yo no iba a desertar así como así, ya me
conocen bien, ¿no?
MINERVA: — ¡Qué bueno tenerte aquí
con nosotras y que la pesadilla haya terminado!
ARIADNA: — Explicáme,
hermanito, ¿por qué te metiste en la revoluta? ¿Lo hiciste como un acto
quijotesco? ¿O te empujó la desilusión que tuviste porque la “divina Carmen”
prefirió a otro y te dejó mirando para el ciprés?
JULIO CÉSAR: — ¿Quién te ha dado
vela en este entierro, muchacha del demonio? La verdad es que sufrimos mucho en el
frente. Y más al ver a los amigos caer heridos o muertos en el campo de
batalla... ¡Ni qué decir de la cárcel que sufrí cuando me
atraparon transportando pertrechos de guerra escondidos en sacos de arroz y
frijoles!
MINERVA: — ¡Pobre! Ni
siquiera sospechábamos eso y la verdad es que no había forma de enterarnos.
JULIO CÉSAR: — Imaginen que crudas
las pasé. Yo creí entonces que hasta ahí llegaba mi vida, cuando la policía
armada rodeó el jeep y nos apuntó con el revólver a mi compañero y a mí... Y
después, los largos días en la cárcel se nos hicieron una eternidad entre
culatazos, cachiporrazos y castigos injustos cuando me negaba a revelar lo que
exigían, porque como comandante de alto rango, sospechaban que yo era una buena
fuente de información...
ARIADNA: — Pero vení aquí,
sentáte tranquilo y contános todo, que parece de película...
JULIO CÉSAR: — ¡Ilusa! ¡Seguís con tus locas fantasías,
Ariadnita. ¡Cómo se ve que vos no viviste esos malos tratos!
MINERVA: — ¿Así es que te metieron en la chirona?
JULIO CÉSAR: — Sí, pero logré
escapar y ni me pregunten cómo. Ya me conocen ustedes, a mí no me detiene nada,
absolutamente nada. Pero mírenme ahora, hecho puro hueso y pellejo.
ARIADNA: — Ya verás que te trataremos
como un rey y volverás a ser el de antes. Te lo prometo.
JULIO CÉSAR: — ¡Pues a comenzar
desde ahora! Minerva, hermanita, ¿podrías
prepararme algo de comer? Muero por la comidita de casa y desde ayer en
la tarde no pruebo bocado.
MINERVA: — Tus deseos son
órdenes para mí. No tardaré en prepararte algo digno de tu paladar
ARIADNA: — ¡Bueno, estás flacucho, pero
convertido en un gran héroe del que estamos muy orgullosas! Contános más...
JULIO CÉSAR: — Veo que no has
cambiado nada y seguís tan exagerada como siempre, no vale la pena recordar
ahora.
ARIADNA: — Es que quiero saber
cómo murió Felipe. ¡Que
Dios lo tenga en la gloria!
JULIO CÉSAR: — ¡Amén! No sé nada.
Cuando lo sepa, te lo contaré. Él estaba en otro regimiento. Bueno, pero ahora
soy yo el que quiere saber de ustedes. ¿Cómo va todo por aquí? Pensé que nunca
jamás volvería a verlas.
MINERVA: — ¡Qué gustazo verte después de
tanto esperarte llenas de angustia, Julio César! Mamá no ha hecho más que
llorar tu ausencia. Ya sabés que te adora. Bueno, no más cháchara y manos a la
obra: te voy a preparar algo para que te chupés los dedos. Vení, Diana, vamos a
la cocina. (Se van):
JULIO CÉSAR ─: Ariadna, espero
que te hayás portado bien, chiquilla. Sobre todo espero que no le hayás dado
más lata a mamá. A propósito, ¿dónde está mamá?
ARIADNA ─: Primero que nada, dejá de
llamarme "chiquilla" porque hace una montaña de años que dejé de serlo...
JULIO CÉSAR: — ¡Vaya, vaya, con
que ya eres toda una mujer! Para mí seguirás siendo una chiquilla que se vive
dando lata a todo el mundo con sus majaderías. Pero tenés razón, ya pasaste los
veinte, creo, y vieja, ¡a buscar novio y
a casarte pronto si no querés quedarte a vestir santos!
ARIADNA: — Bueno, dejá ya de decir bobadas. Preguntás
por "tu mamacita querida", ¿no es así? Debe estar en su habitación.
Dice que no se siente bien.
JULIO CÉSAR: — ¿No le habrás
causado algún disgusto, como siempre, Ariadna? La pobre debe haberse preocupado
mucho por mí... Iré a verla.
ARIADNA: — Esperá.
JULIO CÉSAR: — ¿Pasa algo,
Ariadna?
ARIADNA: — Nada, nada. Me preguntabas si
me he portado bien. Sí, por supuesto, me he portado como un verdadero angelito.
Además, como si eso fuera poco, he estudiado mucho y ya lo sabés, estoy en la U
saturándome de sabiduría. Pronto seré una responsable profesional.
JULIO CÉSAR: — ¡Así es que tengo
una hermana que pronto será una responsable profesional! ¡Qué orgullo para la
familia! Bien, hermanita, voy a ver a mamá y luego me daré un baño para
sentarme limpio a la mesa. ¡Mmmm, volver a comer como Dios manda y no la
porquería del rancho del frente de batalla!
(Ariadna se
desploma en el sofá con desaliento).
JULIO CÉSAR: — Hablá de una vez
por todas y decíme qué es lo que te morís por contarme. Debe ser muy grave
porque no tenés pelos en la lengua, y me temo que esas lágrimas que asoman en
tus ojos son del esfuerzo supremo que hacés para guardar ése tu secreto.
ARIADNA: ─ Ha pasado mucha agua
por este molino. Minerva es cobarde, y no se atreve a contártelo porque piensa
que callando anula la realidad. Así, me veo forzada a hablar yo y quedar como
la mala de la película, como siempre.
JULIO CÉSAR: — ¿Tan grave es, que
para decirlo tenés que dar vueltas como gallina clueca?
ARIADNA: ─ Voy al grano: sabés bien que
papá estaba muy delicado de salud. El corazón, según los médicos. Con el menor
disgusto, ¡crac!, se quedaría sin vida. Lo cuidamos con esmero. Más aún,
después del último infarto…
JULIO CÉSAR: — Sí, ya lo sabía.
Se te olvida que yo estaba aquí y lo viví todo como mamá y ustedes tres.
ARIADNA: — Lo sabías, sí, pero te pasabas
con Felipe metido ahí, en la selva, en tus cacerías, y nunca te enterabas de lo que estábamos
pasando nosotras. Escucháme: lo que precipitó la muerte de papá fue... todavía
no lo he dicho a nadie… No sé cómo comenzar…
JULIO CÉSAR: — ¡Terminá de decirlo,
Terminá, por favor! Además, quiero ver a mamá.
ARIADNA: — Se trata de ella, la misma que nos engendró. De la
que se hizo gato bravo con toda nuestra herencia.
JULIO CÉSAR: ─¿Has perdido la
razón? Para tu información, papá nos dejó en la calle. Mamá me explicó que todo
se fue en amigotes, mujeres y francachelas.
ARIADNA: — Eso es lo que salió diciendo
por esos mundos de Dios, entre lloriqueos de viuda recién estrenada. En qué
gastaba papá su capital, no lo sé, pero que no estamos pobres, me consta...
JULIO CÉSAR: — ¿Qué pruebas tenés?
ARIADNA: — ¡Claro que las tengo! En el fondo de su
armario tiene un lugar secreto; un día que ella se descuidó, yo lo descubrí,
porque ella había dejado la llave pegada a la cerradura y ¡hay que ver el
dineral y los bonos al portador que guarda! Nos hace trabajar como burros, para
seguir guardando la platilla.
JULIO CÉSAR: — Pero vos vas a la
universidad. ¿Por qué decís que también trabajás como Minerva y yo?
ARIADNA: — Voy a la U en las tardes, pero
en las mañanas trabajo y le doy casi todo mi sueldo con tal de que me deje
seguir estudiando. Y como si eso fuera poco, nos grita y maldice a nosotras… porque
a vos te adora. En fin, se trata de ella... de tu adorada mamá... que además
engañaba a papá con don...
JULIO CÉSAR: — ¿Queeee? ¡Hablá,
insensata! Terminá de decirlo, ¿con “don” quién lo engañaba? Explicáme muy clarito lo que acabás de decir.
ARIADNA: — Los he visto a ella y a don
Bernardo... juntos. En la primera ocasión yo era muy niña. Entonces, quizás por
inocente creí que el abrazo y el beso que se daban eran de amigos y por lo
mismo no le di importancia. Pero ahora que no me engaña mi intuición femenina,
vuelvo a mis recuerdos de entonces y sé que sólo un hombre y una mujer... se
besan así, con pasión.
JULIO CÉSAR: — Eras pequeña
entonces y ahora, en el recuerdo, estás deformando la realidad. ¡No permito, ni
permitiré nunca que ni vos ni nadie le
levanten esos falsos testimonios a mamá! ¿Me escuchás? ¡Insidiosa!, ¡sólo
porque mamá me quiere mucho! ¿Cuándo será que dejés de sembrar cizaña entre
nosotros?
ARIADNA: — Pero... ¡es que la he visto, ya de grande! Una vez, la seguí hasta el
apartamento de él, ¡y los vi! Fue poco antes del infarto de papá.
JULIO CÉSAR: ─ ¡No puede ser! ¡No es
cierto! ¡A ese hombre lo mato! ¡Lo mato! Voy a confrontar a mamá ahora mismo.
¿Y papá... estaba... enterado?
ARIADNA: — La noche misma de
su muerte tuvo la revelación definitiva de tan abominable verdad. Si lo supo
antes, o por lo menos tuvo sospechas, lo ignoro.
JULIO CÉSAR: — Mamá, mamá... don Bernardo... papá... ¡Ariadna, has llenado de sombras mi corazón!
ARIADNA: ─ La noche cuando papá murió,
discutieron con tanta violencia que se podía escuchar desde aquí. Fue cuando
papá tuvo el último infarto. Mamá nos llamó cuando no había nada que hacer... Papá
pudo haberse salvado.
JULIO CÉSAR: — ¿Qué hacer ahora?
¿Qué hacer? Ella es nuestra madre, la que nos dio el ser.
Además, papá la amaba con delirio. Mamá lo era todo para él...
ARIADNA: — Lo peor es que ella tiene tal poder de persuasión y es tan hábil
para disimular, que nadie sospecha su hipocresía. A veces yo misma pienso que
todo es fruto de mi imaginación.
JULIO CÉSAR: — Yo también me temo
que todo eso que me contás sea pura fantasía. Tal
vez mamá fue al apartamento de don Bernardo para algo que no tenga que ver con
tu acusación... En cuanto a lo de papá, el doctor nos aseguró que fue un
infarto masivo y nadie habría podido hacer nada para salvarlo.
ARIADNA: — Hace mucho dejé de ser la
adolescente fantasiosa. Se me hace como si los otros, y vos también, vieran
sólo el lado bueno de mamá y nosotras, Diana y yo , el lado malo. Sin embargo, no podés hacerte una idea de la
vergüenza que paso en la calle, pues me siento señalada por todos con el dedo:
"mirá, ahí va aquélla, la hija de la adúltera avara que..."
JULIO CÉSAR: — ¡Basta ya!
¡Calláte de una vez por todas! ¿Por qué
no te guardaste esto para vos, y me dejaste seguir viviendo ajeno a todo eso y
creyendo en ella? Yo la amaba... ella ha sido mi orgullo, mi alegría, mi
consuelo, todo lo que cualquier hijo ama en su madre...
ARIADNA: — Si te revelé el secreto es
porque vos, como el único hijo varón y además, primogénito, tenés el deber
de enderezar las cosas, en
esta casa Minerva sufre mucho, me pidió que te lo dijera. Ha llegado el momento
de enfrentar la realidad…
JULIO CÉSAR: — ¿Entonces... Decíme, ¿qué hacer?
ARIADNA: — Diálogo,
para ver si consciente de que todos
nosotros ya conocemos sus trampas y mentiras, y se produzca en mamá un
cambio en su conducta.
JULIO CÉSAR: — ¡Alto ahí! Has
atizado el fuego y ¿ahora te me amilanás? Es muy fácil atizar el fuego, pero
apagarlo del todo, ¡imposible...!
ARIADNA: —Sólo queremos que
nos ayudés a cambiar esta situación que cada día se vuelve más insostenible...
A vos, ella sí te hará caso... a mí no me escucha y ya sabés de sobra que no me
quiere…
JULIO CÉSAR: — Pero decíme, ¿Por
qué entonces me has revelado toda esa... indecencia? Para dialogar, no era
necesario abrir esa caja de Pandora ¿Por
qué no me dejaste seguir viviendo la "decente" farsa de mi madre?
ARIADNA: — Es que... no he sabido
plantearte la situación debidamente... debí haber tomado en cuenta tu
temperamento... volcánico... lo que te dije fue sólo porque es necesario un
cambio en esta casa... sólo por eso...
JULIO CÉSAR: — Pues a cumplir con el deber y empezar...
ARIADNA: ─ ¡Sos muy violento,
Julio César. Acordáte: un diálogo es lo que queremos. ¡No hagás locuras. Usá la
razón y no te dejés dominar por las emociones. (Julio César sale. Entra
Minerva y se dirige a Ariadna).
MINERVA: —
Julio César iba fuera de sí. ¿Qué pasó?
ARIADNA: — Se lo dije todo por nuestro
bien... Era hora de que lo supiera a ver si pone las cosas en su lugar…
MINERVA: —
¿Se lo dijiste todo... ? ¿Hasta lo que según tú causó la muerte de papá?
¡Qué locura! ¿No ves las consecuencias que todo eso puede traer? ¡Vete a buscar
a Julio César sin pérdida de tiempo, si querés evitar una tragedia!
ARIADNA: ─ Dejálo tranquilo.
Está cansado. Sólo va a refrescarse un poco antes de comer.
MINERVA: —
Ojalá sea sólo eso. ¡Pero ahora me vas a escuchar! Que le dijeras lo injusta
que ha sido mamá con nosotras tres, pase, pero lo otro, son sólo conjeturas
tuyas. Tu amor por papá te llevó a hacer de él un semidiós. Pues veamos cómo se
desmorona ese dios ante tus propios ojos. Te lo sugerí varias veces, pero ahora
mismo vas a saber la verdad y me vas a escuchar...
ARIADNA: — ¿Es que ahora querés echarle lodo a
la memoria de papá? No negués que yo era su preferida y eso no lo has podido
perdonar...
MINERVA: — Dejá de decir
tonterías. Para tu información, nuestro padre, aunque te duela, fue un hombre
como cualquier otro... quizá hasta peor, maltrató y celó a nuestra madre hasta
más no poder. Lo presencié muchas veces e incluso tuve que interceder para que
no la golpeara, y todo por celos...
ARIADNA: — ¡NOOOO!
MINERVA: — ¡Así como lo oís,
hermanita, celos! Los de él eran como los celos tuyos, sin sentido, enfermizos.
Vos los heredaste de él. Diana y vos eran muy chicas y mientras dormían tranquilitas,
mamá y yo esperábamos a papá que llegaba tarde y... como si eso fuera poco,
tenía mujeres por doquier. Mamá lo sabía y lloraba en silencio. Si no hubiera
sido por don Bernardo...
ARIADNA: — ¿Vos ya lo sabías?
MINERVA: — Dejáme seguir. Que mamá se
ensaña con nosotras, no lo niego; que sólo se interesa por Julio César, tampoco
lo niego; que se ha vuelto avara; y que nunca tuvo para papá una palabra de
afecto, imposible negarlo. La enclaustró y la
hacía vestir como una monja. Con lo hermosa y atractiva que es! ¡Pobre mamá!
ARIADNA: — ¿Pobre mamá? ¡Ahora va a
resultar que ella es la víctima!
MINERVA: — ¿Querés saber más? ¿Querés que te cuente sobre todas
esas mujercillas con quienes papá se exhibía en público? A mí me tocó verlo...
¡Ah!, y también sé que cuando papá andaba de "luna de miel" con una
de sus queriditas… en su desesperación, mamá intentó suicidarse y
de no haber sido por "ese" tal don Bernardo que tanto odiás, ella
habría muerto.
ARIADNA: ─¡¡¡Basta ya!!!
MINERVA: — Tendrás que
escucharme hasta el final: Don Bernardo la llevó al hospital y la colmó de
cuidados, mientras nadie daba con el paradero de tu "muy querido
papá". Todo comenzó ahí, para que te enterés. El amor de don Bernardo fue
el único consuelo y alivio al rosario de sufrimientos que papá le causó.
ARIADNA: — Entonces... Minerva, quiere
decir que has sido cómplice de ese amor... adúltero...
MINERVA: — ¿Cómplice yo? Mi silencio era
para evitar extremas consecuencias… evitar lo que a partir de ahora podría
ocurrir...pero Dios quiera que no suceda...
ARIADNA: —
Minerva... yo…
MINERVA: — ¡Nada! Ahora te callás y me
escuchás a mí. Así fue como mamá fue compensando sus frustraciones... Se ha ido
consumiendo en dolor, soledad y miseria. Partía el alma verla llorar a
escondidas... Fue un dolor que creció conmigo y contribuyó a la ruina de mi
matrimonio, porque siempre vi en Manolo a un hombre como papá.
ARIADNA: — ¡Pero no todos los hombres son
así, como vos decís!
MINERVA: — Eso me parecen a mí, después de
lo vivido... Es por esa experiencia que decidí no fugarme con Rodrigo en
aquella ocasión, ¿recordás? Por eso me quedé aquí para consumirme como tía
Amparo. Fue cuando comprendí el dolor de mamá, yo, que como mujer he sufrido en
carne propia las agonías del amor, no una insidiosa como vos, que te atrevés a
juzgar sin ni siquiera haber vivido. Y por eso, oímelo bien, ¡pero muy bien!:
si algo pasa a causa de tus intrigas, te señalaré a vos, ¡sólo a vos, como la
única culpable.
(Las luces se
apagan lentamente.)
ESCENA 6
(VELORIO)
(En la escena del velorio los visitantes, de pie, apuntan con el dedo a
Ariadna. Las luces sicodélicas que se encienden y apagan, deben dar la
impresión de que las siluetas de dichos personajes son las Erinias salidas de
una pesadilla).
TODOS EN CORO: — ¡¡Asesina!! ¡Más
que asesina: vos le envenenaste el alma a Julio César!, ¡lo azuzaste con tu
odio! ¡Mala hija!, sos la mano homicida
que dio muerte a doña Leo. Tu odio se plegará en arrugas de prematura vejez en tu
piel y en tu alma. Uno por uno, minuto a minuto, día tras día, todos los meses,
todos los años, estos dedos que hoy te señalan se clavarán sin misericordia en
la llaga que tu culpa abrirá en tu alma. La culpa te arrancará ¡ayes! sin
alivio.
(Sigue el escenario iluminado por las luces sicodélicas,
pero los asistentes al velorio toman sus respectivos puestos, unos de pie y
otros sentados, charlan bisbiseando. Sus voces son profundas, como salidas del
fondo de un pozo)
VISITA 1:
— ¿Confesó antes de morir?
VISITA 2: — Dicen que se recuperó del
primer infarto y que en plena lucidez, pidió un cura pocas horas antes. Tengo
entendido que fue larga la confesión.
VISITA 1: — ¿Cómo? Dice usted que murió de
un infarto, pero... se comenta por ahí que lo fatal no fue el infarto, sino el
golpe que se dio al caer.
VISITA 2: — El golpe debió ser fuerte,
porque diz que le abrió el cráneo... sólo estuvo unos momentos consciente, pero
pudo confesar a duras penas, recibir la absolución y los Santos Óleos. Su
esfuerzo fue tal, que la sumió en la agonía y pronto murió.
ARIADNA (Como sonámbula, desde su
puesto, comienza a leer en voz alta el siguiente pasaje de la Biblia):
— “Llegado el anochecer, dijo el amo de la viña a su capataz: ‘llama a los
obreros y págales su jornal. Comienza por los últimos hasta llegar a los
primeros. Vinieron los de la hora undécima y... recibieron un denario”. (Como
un eco, los asistentes repiten, uno tras otro, "recibieron un denario,
recibieron un denario, recibieron un denario"). “Cuando llegaron los
primeros, pensaron que recibirían más, pero también a ellos les dio sólo un
denario. Al tomarlo murmuraban contra el amo, diciendo: ‘estos postreros han
trabajado sólo una hora y los han igualado con los que hemos llevado el peso
del día y el calor...’ ” Levantando los ojos de la Biblia y siempre con voz
de autómata, dice Ariadna): — Un denario para papá, un denario para
Minerva, un denario para Julio César, un denario para Diana, y pues confesó y
fue absuelta en el lecho de muerte, un denario para... mamá... ¿Y para mí? Para
mí probablemente ni un denario. (Los visitantes hacen eco diciendo:
"ni un denario, ni un denario, ni un denario"). Quizás nada.
Puedo quedarme una eternidad con la mano extendida, vacía, y ¡nada! (Se
vuelve hacia el ataúd): A última hora confesó mamá y ya debe tener su
denario. Al momento de la paga a mí me darán el último denario, si es que me
toca alguno... Entretanto,
tendré que esperar el perdón con la mano tendida, vacía...
(Se apagan las luces sicodélicas y se encienden otras
que han de dar la claridad de una mañana de sol. Todos se preparan para el
entierro. Ariadna cae de rodillas ante el Cristo que está en la pared y
comienza a rezar. A su lado, sentada, se encuentra Diana).
ARIADNA: — Padre nuestro que estás en los
cielos.... Santificado sea tu nombre... Venga a nos el tu reino...
DIANA: — Mirá, Ariadna, tendremos
fiesta .
¿Has visto cuánta gente hay aquí? Vamos a bailar todo el día, hasta caer
rendidas...
ARIADNA: — Tranquila, Diana,
tranquila. No es éste el momento de hablar de fiestas. Quedáte quietecita aquí.
Hágase, Señor, tu voluntad, así en la tierra como en el cielo...
DIANA: — Afuera hay un coche grande y negro cargado
de flores...
ARIADNA: — …..venga a nos el tu reino, hágase tu
voluntad así en la tierra como el cielo…
DIANA: — Las campanas de la iglesia
cantan anunciando la fiesta. ¡Din-don, din-don, din-dooon
ARIADNA:—...Y perdónanos nuestras
deudas... y... perdónanos... nuestras... deudas... ¿Recibiré algún día el
perdón? ¿Me darán el denario? ¡Dios mío, perdonáme y perdonála también a ella!
¡Perdonáme, mamá!
(Un reloj de pared da diez
campanadas. Cuatro amigos se acercan para levantar el ataúd. Ariadna sigue rezando. De pronto el teléfono
interrumpe la escena. Minerva levanta el auricular y contesta.)
MINERVA: — Haló... Sí señor, la
residencia de la familia Maldonado... Habla con Minerva ¿De la Jefatura de Policía?... (Con voz
temblorosa y cargada de llanto): — ¿Órdenes de que no prosigamos con el
entierro hasta que vengan las autoridades...? ¿Una autopsia...? ¿¿¿Quéeee???...
¿Dice usted...que fue un crimen...? Seguiremos sus órdenes. Aquí los esperamos.
No cuelgue, por favor. Dígame, ¿quién pidió la autopsia? Ah, sí, don Bernardo. (Dirige
a don Bernardo una mirada de rabia): — Sí, don Bernardo Esquivel...
BERNARDO: — Comprendéme…, yo sólo…
MINERVA: — Sí, por supuesto, ¡tenía que
ser usted, el gran amigo y protector de esta familia!
BERNARDO: — Minerva… era
mi...deber.
MINERVA (Dirigiéndose a Julio
César): — Julio César, me acaban de comunicar que don Bernardo
llevó tu rifle a la comisaría... En la culata había vestigios de sangre. Vienen
a llevarte para un interrogatorio como sospechoso de crimen. ¡Pobrecito mío!
Ahora la víctima sos vos... por escuchar las voces retorcidas del odio. Porque en realidad vos, y únicamente vos,
Ariadna, sos la responsable... Julio César sólo fue un instrumento tuyo...
VISITANTES: ─ ¡Asesinato! ¡Un
asesinato! ¡Sus propios hijos la asesinaron! ¡Monstruos! ¡Criminales! (De pie, todos señalan con el índice a los
hermanos y exclaman varias veces: “¡Asesinato!”. Sólo queda Ariadna, quien está consternada.
La ilumina una luz azul como indicio de
que se ha reconcentrado en sus pensamientos).
ARIADNA: — Esto es una atroz pesadilla.
¿Seré yo sueño de otro que me sueña…? ¡Dios mío, cesá ya de soñarme en este
interminable infierno! (Ariadna se hinca frente al público con un rosario
en las manos. Mientras se extingue la iluminación del escenario y se va
cerrando lentamente el telón, repite con una voz que se va apagando como un
lejano eco): — Perdona nuestras
ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden... ¡Perdonáme, mamá!
¡Perdonáme...!
Telón
Me gustó mucho realizar este ejercicio contigo, nos hizo ver cuán distintas pueden ser las percepciones frente a una misma persona o acontecimiento. Lo importante, al menos para mí, es que a través de estas historias, aparecen realidades íntimas,que de otra manera, no podrían haber salido a la luz y, que así, nos brindan la oportunidad de reflexionar y ,por ende, modificar ,si es posible, lo que no está bien.
Gracias por participar, por tu entusiasmo, prolijidad y constante cariño y motivación.
Abrazos y gracias otra vez!
Mónica Lackington