Ahora no tengo nada, y ya nada importa de mí.
No conozco mi país y en él casi nadie me conoce a mí. "
Cena con un perro rojo
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EL ÙLTIMO DENARIO de Rima de Vallbona, adaptaciòn de Sonia M.Martin
(Drama en dos actos)*
Adaptación de
la pieza teatral del mismo título, de la escritora Rima de Vallbona, con la
autorización escrita por la autora.
Versión de
Sonia M. Martin
Silicon Valley,
22 de agosto de 2012
El que no puede perdonar a otro,
destruye el puente sobre el que él
mismo ha de pasar.
George Herbert
CORO: —Que estas palabras penetren tus oídos
y lleguen a la planta tranquila del alma.
Lo que sucedió, ya lo sabes; lo que debe
suceder,
pregúntaselo a tu odio. Es necesario llegar
hasta el fin con ánimo inalterable.
Esquilo, Las Coéforas
EL ÚLTIMO DENARIO
(Drama en dos actos)
PERSONAJES
Don Gonzalo Maldonado, el padre 60 años
Julio César Maldonado, el primogénito de la familia 26
años
Minerva Maldonado, la mayor de las hijas 24 años
Diana Maldonado, la penúltima hija 22 años
Ariadna Maldonado, la hija
La tía Amparo, hermana de doña Leonor de Maldonado 58
años
Don Bernardo Esquivel, amigo de la familia 62 años
Don Venancio Arroyo, prestamista 55 años
Felipe, el amigo de Ariadna 35 años
Julio César 27 años
Chela, la sirvienta 58
años
VISITAS: #1, #2
de diferentes edades y sexos
ACTO PRIMERO
La acción transcurre en una casa
habitación representada en el escenario por dos cuartos: el cuarto de costura y
la sala o recibidor.
ESCENA 1
(VELORIO)
(El escenario está ocupado por varias visitas, unos
sentados y otros, de pie. Ariadna, permanece sentada ante el ataúd de su madre.
Junto a la puerta de entrada está Minerva, la hermana mayor, recibiendo las
visitas. Cuando se abre el telón, entra don Venancio Arroyo.
DON VENANCIO: — Lo acompaño en el
dolor, compañero Fue una mujer
extraordinaria.
DON BERNARDO: — Gracias, muchas gracias
VISITA 1:— Dios tenga en la gloria a la
finada. Idiay, sus hijos seguro que malgastaron la fortuna, pues siempre fueron
muy desconsiderados, según comentaba doña Leo.
TODOS: — ¡Aaaaméeeennnn!
ARIADNA: —Me
parece haber escuchado que hablaban de mi madre
VISITA 2: —Hablábamos de la
difuntita...
ARIADNA: — No disimule, señora, que yo la
escuché, pero ustedes no saben...
VISITA 2: — ¿Que no sabemos
qué?
ARIADNA: —Algún día lo sabrán todo y verán
entonces quién fue la víctima...
VISITA 2: ─ Todos sabemos bien
quién fue la víctima y por eso mejor te guardas lo que querías decir.
VISITA 1: ─ Pues las malas lenguas
comentan que el dinero, no lo heredó de su familia. Se lo arrebató, por no
decir que se lo robó, a su hermana Amparo.
VISITA 2: — Pero don Gonzalo, que Dios lo tenga en la gloria, poseía también su
buena fortuna.
VISITA 1: — ¡Pues claro, eso lo sabe todo
mundo!
VISITA 2: — ¿Entonces, sabe alguien adónde
fue a parar esa gran fortuna si no la malgastaron ésos...?
VISITA 1: — Recuerden que don Gonzalo
Maldonado era muy generoso y derrochaba el dinero a manos llenas ayudando a los
pobres y en francachelas.
VISITA 2: — A mí me huele a
chamusquina todo esto. Yo sigo en mis cinco que sus descastados hijos dejaron a
doña Leo pasando miseria y compañía.
ARIADNA: — ¿Qué ella pasaba miseria por
culpa nuestra? ¡Cómo se ve que no conocieron a mi madre!
VISITA 2 — ¿Valdrá la pena traer hijos al mundo para que nos paguen con esa
moneda? (Con un dejo de tristeza):
— ¡Con lo que se quiere a los hijos, que hasta la vida daríamos las madres por
ellos, y miren el pago que dan!
ARIADNA: — Idiay, doña Leo, mi propia
madre, que en paz descanse, había escondido toda la plata, sepa Judas dónde,
para hacer trabajar a mis hermanos, a los que les quitaba el sueldo enteritico.
Guardaba con avaricia una parte y con el resto abastecía miserablemente a la
familia entera.
VISITA 1: — ¿No sabían ustedes que doña
Leo era una avara y que su única pasión era
acumular dinero? Lo que Ariadna dice es lo que se comenta por ahí. Claro, yo no
apruebo la conducta irrespetuosa de esta muchacha, ¡nada menos que ante la
difuntita de cuerpo presente!
VISITA 2:— Sí, ¿verdad? ¡Qué muchacha más
insolente! ¡Jamás había visto algo parecido en un
velorio!
ARIADNA: — (Suspira y se enjuga una
lágrima.):— Sí, yo sé bien lo que es una…
madre y en la escuela escribí composiciones que exaltaran su figura pero todo lo que puse
en el papel lo tuve que sacar de mi imaginación.
La sociedad establece normas, y decide que todas las madres son buenas y que
todos los hijos tenemos que amarlas. Pues sepan que no es así, y que por mucho
que yo hacía para ganarme a la mía, siempre me daba el zarpazo de fiera que me
dejaba sangrando por dentro. Además, yo creo... de
que ella precipitó la muerte de... papá... Fue así como comencé a...a
detestarla...
VISITA 1:— ¡Sacrilegio y medio!
¿Quién iba a decir esto de los hijos de don Gonzalo? Ahora que
están huérfanos comienzan a sacar las uñas...
VISITA 2: — ¿Cómo creerte a vos y a esta otra que está levantando
falsos testimonios, ya que todos sabemos que fue don Venancio quien le prestó
el dinero a doña Tina? El es el prestamista del pueblo y lo que están diciendo
no tiene fundamento alguno. (Ariadna
suelta una risotada).
VISITA 1:— ¿Sin fundamento alguno? Miren,
debo aclarar que estando aquí mismo don Venancio, sería bueno poder
confrontarlo, porque yo no digo mentira.
VISITA 2:— ¿Ahora se atreve
usted a meter a don Venancio en esta danza? ¡Cuánto irrespeto a la
difuntita! ¡Es imperdonable!
VISITA 1: — Démosle gracias al
cielo, porque don Venancio es todo un caballero muy pacífico. Si no, otro gallo
cantaría….
VISITA 2:— Ustedes no saben de la misa la
media. Para su información, don Venancio, ese respetable prestamista, no es más
que la máscara detrás de la que doña Leo ocultaba su propia identidad.
VISITA 1: — Es amigo de la familia. ¿Qué
tiene de malo que la haya visitado después de la muerte de tu padre?
ARIADNA: — Amigo de la plata ¿quiere decir
usted, señora?
VISITA 2: — Déjeme seguir, por favor: mi
amiga Leo…
MINERVA: — ¡Mentira, todo eso que
le decía a usted, es pura mentira¡ No siga…
ARIADNA: — ¡Claro que puedo!
Escúchenme...
VISITA 1: —Dejáme a mí, Ariadna, pues
estás muy exaltada, y yo sé bien por dónde andaba la procesión: tiene razón
esta muchacha, todo era una mentira: no había tales gastos de colegiatura, pues
Ariadna había conseguido una exención de matrícula del colegio por "ser
huérfana de padre". Yo misma la acompañé a hacer las gestiones debidas y a
matricularla sin gasto alguno.
VISITA 2: — ¿Y también va a negar los
gastos que tuvo con los tratamientos psiquiátricos de Diana?
ARIADNA: — Mamá no tenía a
Diana sometida a ningún tratamiento
médico, para no gastar nada. Fue así que cuando finalmente la llevamos al
psiquiátrico, el médico no podía comprender por qué se la dejó llegar a un
estado tal que ya no tenía remedio alguno.
VISITA 1: ¿Te atrevés a acusar
a la difuntita también de no haberse cuidado de la salud mental de su propia
hija?
ARIADNA — Sí, internamos a Diana después
de que ella amenazó a mamá de muerte...
VISITA 2: — ¡Insolente! ¡No
respetás a nadie, maldita muchacha del demonio!
ARIADNA: —Diana quiso matar a mamá porque
llegó a odiarla. Cuando ésta, tan extraordinaria doña Leonor de Maldonado, se
vio en peligro de morir a manos de Diana, entonces sí se cuidó de su
tratamiento. Para salvar su pellejo, sí había dinero.
VISITA 1: — Lo que dice Ariadna
es muy cierto. A mí me consta que los hijos le habían rogado a Leo más de una
vez que la internara en una clínica como antes hacía Gonzalo, su padre. También
me consta que esta jovencita se quejaba de que en las noches no podía dormir
porque Diana hablaba sin parar, asustándola con la que ella llama “la Horrenda
Petra”, y amenazándola, porque ya se había vuelto violenta.
VISITA 2:— Ahora usted la quiere hacer
víctima para que simpaticemos con esta insolente y le tengamos lástima! Seguí,
seguí, que esto se está poniendo muy bueno… Es demasiado lo que cargás la
batería contra doña Leonor, ¡con lo buenaza y sacrificada que fue! Y
decínos, ¿es cierto eso de que don Venancio...?
ARIADNA— Puesto que están tan
identificados con mi mamá, a la que querían una enormidad voy a seguir
contándoles: desde hace mucho, ella le robaba a nuestro padre, y utilizaba ya
los servicios de don Venancio para hacer los préstamos y guardarse en su bolsillo
los recontramultiplicados intereses.
VISITA 2: — Es probable que
aunque ustedes saben todo lo que ocurre en este pueblo, no se hayan imaginado
siquiera que don Venancio no es el dueño del dinero que presta, no. Él sólo lo
administra.
VISITA 1: — ¿Será cierto lo que
dice esta majadera? A mí me cuesta creerlo. ¿Y ustedes, qué piensan?
ARIADNA (Indignada): — No se hagan las mosquitas muertas porque ustedes estaban ya enteradas
de todititico. Ni ignoraban la avaricia de doña Leo, ni que don Venancio, su
administrador, parece haber salido de los mismitos infiernos... siempre
actuando bajo las órdenes de ella.
VISITA 1: — Bueno, de veras, nadie ignora
que ahí donde don Venancio pone la plata, únicamente puede haber lágrimas y
miseria. Todo el que le pida dinero prestado, es mejor que le diga adiós a su
tranquilidad y que ni sueñe con salir de la deuda; éste pierde su casa;
aquélla, el solar, los muebles, ¡qué sé yo qué!, porque don Venancio no perdona
plazo vencido ni al mismito Dios.
VISITA 2 (sentenciosa): — Pero no olviden que los
préstamos de don Venancio han provenido de ella...esta mujer a la que ustedes
tanto admiran. Muy simple: él sólo cumplía sus órdenes.
VISITA 1: — ¿Y por qué usted se hacía la
zorra y no nos contaba nada de eso?
VISITA 2: — Porque Leo y yo
éramos amigas... mejor dicho, porque yo he sido siempre amiga de la familia. De
haberlo sabido, a Gonzalo le habría dado más de un infarto, pues siempre estuvo
delicado del corazón.
TODOS — ¡Estos hijos son unos monstruos!
— ¿Cómo pueden expresarse
así de una madre?
— ¿Y qué decir de “amigas”
como ésa...
— Sí, que traicionan con
palabras viperinas cuando la acusada no se puede defender.
— Son los tiempos modernos,
sin principios morales...
— Sin normas de conducta,
estos revueltos tiempos son los que hacen a la gente tan perversa...
— ¡¡Estos tiempos, qué
calamidad!!
VISITA 2: — También la educación laica que
recibieron del padre, ¡tan irreligioso, renegado y anticlerical! ¡Quién quita que no haya
tenido pactos con el demonio!.
VISITA 1: — ¡Hay que ver cómo
el señor Maldonado alardeaba de ser un apóstata! Diz que era socialista... algo
así como medio comunista... uno de ésos que no creen en Dios y rechazan la
religión...
VISITA 2: —Fue la abuela, que en paz
descanse, quien lo obligó, con pistola en mano, a bautizarlos. El cura aceptó
siempre que les agregara un nombre del santoral y pagara una multa. ¡Muy cierto! ¿Se acuerdan del revuelo que
esto alzó en el pueblo? Creo que a Diana le pusieron Diana María, o algo así. Y
a la mayor, Minerva Cecilia... Después, la misma abuela se encargó de llevar a
la menor al catecismo para que celebrara la Primera Comunión...
VISITA 1:— ¡Para lo que le ha servido!
VISITA 2: — Bueno, ya se sabe, donde no hay trazas de religión, sólo puede haber
caos...
ESCENA
2
(RETROSPECTIVA: unos años antes del velorio)
Ariadna y su hermana Minerva conversan en el cuarto de costura.
ARIADNA: — ¿A las esposas se les besa... de manera distinta... Minerva?
MINERVA: — ¿Distinta a qué?
ARIADNA:—
Pues... a una novia... a una amiga.., por
ejemplo...
MINERVA
—¿Eso es lo que llevás en el magín cuando te ponés a pensar? ¿No se te
ocurren cosas más relevantes y decentes? ¡Vergüenza debía darte! ¿Para eso leés
tanto? No han de ser muy sanas tus lecturas, Ariadna. ¡Basta ya de escandalosas
preguntitas, que no estoy de buenas pulgas hoy y quiero que me dejés tranquila!
ARIADNA : — Es que yo...
¿Sabés? Es... que... yo... Es que Óscar me dijo... Bueno... Yo... no... nada,
nada, Minerva. ¿Por qué no hablás de una vez por todas, Minerva?
MINERVA — Es que mamá está un poco nerviosa porque Armando lleva seis meses
cortejándome y no me ha propuesto matrimonio. Yo no tengo la menor prisa... No
estoy enamorada de él, pero insiste en
venir a verme. Y mamá se empeña en que Armando es un partido ideal. Ya sabés lo
importante que es para ella que nos casemos.
ARIADNA: — Eso sería otro desastre para
vos, como el de tu primer matrimonio... Tenés razón, la pobre de mamá tiene
pánico de que nos quedemos para vestir santos. En especial yo, porque no tengo
ningún atractivo como vos, que sos tan linda. Bueno, yo sí estoy enamorada...
MINERVA: — ¿De Felipe?
ARIADNA: — ¡No, y no! Felipe es sólo el amigo que
comprende y acepta mis inquietudes espirituales. Lo quiero como a alguien que
un día me tendió la mano y me salvó del naufragio en que vivía...
MINERVA: — ¿Te salvó de qué?
ARIADNA:— Muy simple, escuchando la
letanía de mamá de que las mujeres sólo servimos para los quehaceres
domésticos, la enseñanza primaria o el secretariado, comencé a revolverme toda
por dentro, pues siempre he tenido gran apetencia de lecturas y de saber más,
más y más. Bueno, pues entonces me dio por preguntarme si de veras yo era una
mujer.
MINERVA— ¿Quéeee? ¿Te preguntabas
si de veras...?
ARIADNA: — Así como lo oís, hermanita.
Vos no sabés las noches que pasé... y mamá, dale que dale, que todos esos
libracos y tanto leer, que no tenía ojos para los muchachos de buen ver, que si
seguía así me iba a dejar el tren sin lugar a dudas... Y es que cuando viene
alguno, yo no sé de qué hablarle, me quedo muda y claro, los hombres se
aburren, quieren novias alegres, conversadoras, pizpiretas, chistosas.
MINERVA (medio en broma): — ¿Y entonces de qué te sirve tanta lectura? Habláles de lo que lees y
los tendrás locos por vos.
ARIADNA: — ¡Es que me sale cada
tontoneco que hay que ver! Les empiezo a hablar, por ejemplo, de Darwin, de
Rembrandt, de Romeo y Julieta, de Debussy,
y se quedan mirándome como si yo fuera una aparición de ultratumba. Para
ellos todo es fútbol, béisbol, chistes a veces groseros, chismes de sociedad,
los amigos y por supuesto, sus conquistas amorosas, lo que a mí me tiene sin
cuidado.
MINERVA: — ¿Y por qué no les seguís el
son haciéndoles creer que te interesa su charla?
ARIADNA: — ¡ Eso nunca! Sería
renunciar a mi inteligencia y a mis sueños... Prefiero escuchar las críticas de
mamá.. Pero, cada vez que las oía, un nudo de escorpiones y culebras se
retorcía en mis entrañas... Fue cuando un sentimiento de aversión contra ella
comenzó a nacerme...
MINERVA— ¿Comenzaste... a sentir aversión contra mamá?
¿Y me lo confesás así, como si me estuvieras diciendo que no ha salido bien el
dobladillo que cosés? ¿Qué te pasa, Ariadna? Recordá que se trata nuestra propia madre...
ARIADNA: —Que querés ¿Que
sea hipócrita y te diga que a pesar de todo, la quiero?
MINERVA — No, pero... mamá, la pobre ha
sufrido ya mucho y como si fuera poco, todavía tiene que cargar con tu
aversión, que hasta podría convertirse en odio...
ARIADNA— Sí, comencé a detestarla, a
rechazarla... Bueno, pero en realidad ese sentimiento nació
en mí, mucho antes, cuando papá aún... vi...vía. Fue
cuando la en...contré
MINERVA:
¿Haciendo qué?
ARIADNA: —No, nada... yo no sé qué iba a
decir, me distraje...
MINERVA: — ¿Lo ves? hablás pura paja sin sentido. Además, dejá de
ser exagerada. Cualquiera diría que mamá te ha hecho un daño irreparable. Si es
por ese comentario que ella hace de ti, no se justifica tanto aspaviento dramático.
Quitáte ya esa manía de hacer una montaña de la diminuta colina. Bueno,
pero contáme, ¿y de quién estás enamorada, si no es de Felipe?
ARIADNA:— Pues... estoy enamorada de
Óscar. Ya lo conocés porque ha salido conmigo varias veces, por supuesto, a
escondidas de papá. ¿Te acordás de él?
Te lo presenté la noche cuando él me llevó a una conferencia.
MINERVA: — Creo que sí lo recuerdo. Me has
presentado a varios amigos tuyos y ya no sé... ¿Es aquel morenazo guapo y alto?
ARIADNA: — Sí, sí, ese mismo. Bueno, pues
así como Felipe salvó en mí una mitad, la otra me la ha salvado Óscar. Gracias
a los dos he comenzado a descubrir mi propia identidad y aceptarme a mí misma,
diga mamá lo que diga de las mujeres que viven con las narices metidas en los
libros como yo.
MINERVA— Y ahora ¿en qué estás
pensando? ¿En otra de tus chifladuras?
ARIADNA: ¿Sabés que en estos días se me ha metido la
locura de que para ser felices, las mujeres deberíamos tener un hombre para
cada una de nuestras apetencias espirituales, intelectuales, amorosas? ¿Vos creés que un marido entendería mi afición
al estudio y mis ambiciones de hacer carrera?
MINERVA: —
Los hombres temen tratar con las marisabidillas como vos, y más si dicen
chifladuras como ésas de que para cada necesidad física, afectiva o espiritual
de la mujer debería haber un hombre. Mejor ponéte una mordaza antes de decir
tales yeguadas, porque
los vas a sacar de estampida a todos. Y Óscar, ¿qué piensa de eso?
ARIADNA (Se encoge de hombros): — Pues todavía no se lo he comentado, pero me huele que a ningún hombre
le haría gracia algo así y menos a Óscar. El Óscar
de mi corazón es un idealista romántico. Por eso me gusta... pero también a
veces me preocupa porque no lo entiendo. Los hombres son de veras difíciles.
MINERVA (riéndose): —Me da risa
tu larguíiiisima experiencia de mujer. Pero a ver, contáme eso del romanticismo
de Óscar.
ARIADNA: — Fijáte que Chopin es uno de
sus predilectos. ¡Con lo que me gusta a mí Chopin y su apasionado capítulo con
la Sand! También le gusta Lizt. Felipe, en cambio, prefiere otros compositores
como Beethoven, Mozart, Bach, Vivaldi...
MINERVA (La interrumpe): —
¿Y cuáles preferís vos?
ARIADNA: — Ahí está el detalle, Minerva.
Me gustan Chopin, Beethoven, Bach, Vivaldi, Lizt, Grieg... Y acabo de descubrir
lo más sensacional, ¡aleluya!, ¡eureka!
MINERVA:— ¿Qué es ese descubrimiento tan
despampanante?
ARIADNA: — Pues nada menos que Dvorák,
Gershwin, Copland... ¡Ah Sinfonía del Nuevo Mundo, Rapsodia en azul! ¡Qué maravillas me habría perdido de no haber
sido por Mariano.
MINERVA: — ¿Qué diablos sabés de los
hombres Ariadna, si ni novio has tenido? ¿Y las amigas?
ARIADNA: —Sólo hablan de novios, del
vestido que estrenaron y de la última película cursi que vieron el domingo. Con
ellas hacemos confidencias, porque yo, con las prohibiciones de papá, ni al
cine puedo ir como ellas. Me gusta tener amistad con muchachos inteligentes;
con ellos hablamos de libros, de música, de filosofía... Por cierto, Felipe
acaba de darme a leer una versión en español de La náusea de Sartre, y
yo le presté las Confesiones de San Agustín. Mariano me estuvo hablando
de Unamuno.
MINERVA: — ¡Pará, pará ahí mismo!
No has contestado mi pregunta sobre quién te puso al tanto de esa música.
ARIADNA: —Mariano…¿No
lo ves?, un hombre para cada una de mis apetencias musicales y lo mismo para
las otras apetencias del espíritu. ¿No tengo acaso razón de lanzar y sostener
mi teoría?
MINERVA (meneando la cabeza): — A ver, contáme más en detalle tus famosas y
extravagantes teorías alocadas...
ARIADNA — ¡Tararará!, damas y caballeros, les presento a la gran teorizadora de
la felicidad de la mujer. (Se vuelve a sentar y reanuda el diálogo con
Minerva): — Me voy a constituir en la supermujer que romperá de una vez
por todas los estúpidos moldes impuestos por nuestra magna sociedad.
MINERVA — ¡Loquilla! ¡Más que loquilla! Lo que no veo
muy claro es cómo harás para que un hombre como Óscar se adapte a cambios tan
drásticos y antirrománticos como los que pretendés que él acepte. Bueno, pero
ahora contáme más de ese sentimental Óscar y su idealismo de rompe y rasga...
ARIADNA: — Pues sí, Óscar se pasa
trayéndome y leyéndome a Bécquer, Neruda, Rosalía de Castro, Nervo, Martí, Poe,
Baudelaire, Goethe, Darío y otros poetas profundos ¡y cómo los
lee! ¡Es para morirse de emoción! Mi pobre corazoncito se pone a hacer
pum-pum-pum cuando él comienza con “Volverán las oscuras golondrinas...” o
“Puedo escribir los versos más tristes esta noche...”.
MINERVA: — Y con Felipe, ¿tu corazoncito no te hace pum-pum-pum? Porque con él te
pasás horas y más horas yacatayacata, habla que hablarás y también te
transportás sepa Judas a qué mundos desconocidos para los demás.
ARIADNA: — Ya te dije antes, Felipe me
trae las obras de Gide, Maupassant, Thomas Mann, Nietzsche, Sartre, Borges,
¡qué sé yo! Es literatura que me hace
pensar mucho... mucho... me inquieta y de cierto modo responde a mis
inquietudes. Y como ya sabés que mamá desaprueba tanta lectura, pues nos vuelve
machorras a las mujeres, leo todo eso a escondidas, cuando ella se ha acostado.
MINERVA: — ¿Y vos creés eso de que las
mujeres que leen mucho se vuelven machorras?
ARIADNA: — Temo que sea verdad y por lo
mismo me esfuerzo por afirmar todo lo que en mí sea femenino. Te observo y
observo a mamá para ponerme ante el espejo a imitarlas como modelos.
MINERVA: — ¿De modo que te
gusta ser mujer?
ARIADNA: — ¡Claro que sí! La verdad sea
dicha: considero que ser mujer es lo mejor que me pudo haber ocurrido y no me
cambio por nadie aunque parece que el mundo está hecho para privilegiar a los
hombres, arrinconar a las mujeres y dejarnos intelectualmente anuladas. Lo que
siento por Óscar... me pregunto si los hombres pueden sentir algo parecido,
¡tan intenso!, ¡tan vibrante que me llena todititica por dentro!
MINERVA: — ¿Y qué es eso tan
"intenso y vibrante" de
tu enamoramiento, si se puede saber?
ARIADNA: — Mirá, cuando él no está
conmigo, me muero. Si como, la comida no me pasa por la garganta. Si leo, no me
puedo concentrar. Acostada, no duermo. Sueño despierta cuando hago los quehaceres
domésticos; cuando voy por la calle cuando
permanezco quieta en mi cuarto. Sin Óscar soy muy desgraciada; con él soy la
mujer más feliz del mundo. ¡Qué hermoso es estar enamorada!
MINERVA: — ¡Cómo se ve que no has pasado
por lo que yo pasé con mi marido, y con lo enamorada de él que me casé! Espero
que ese maravilloso amor no se convierta en la hiel de tu vida... y que no
vivás lo que yo viví...
ARIADNA: — Siempre mirando el lado
negativo de las cosas. Pues te guste o no, para mí la magia del amor consiste en ese algo
sólido y tangible que tiene el poder de anular el vacío, ese aterrador vacío
que me inquieta tanto... el amor es algo así como una trinchera contra ese
vacío... es mi coraza. No tengo otras
palabras para explicarlo.
MINERVA:
— ¿Has dicho vacío?
ARIADNA: — Bueno, es que al leer a
Sartre, ¿sabés?, comprendí que lo que a mí me pasa es que estoy viviendo la
angustia de la nada; sí, este escritor llama a eso “la nada”. Mariano dice que Unamuno
también habla de eso y que le tiene horror a esa “nada”... Pues como ves, el
amor me salva de esa angustia...
MINERVA: — ¡Pará ahí no más ¿De qué locura
me hablás ahora?¿Cuántos tornillos has perdido en esa cabecita trastornada?
Bueno, a ver, explicáme eso que llamás NADA y que pronunciás con la reverencia
de las mayúsculas.
ARIADNA: —Lo que oíste: N-A-D-A, nada. Te
cuento: una vez que me paseaba por el jardín, de pronto se me hizo como si el
mundo, las casas, el cielo, los objetos y yo, no existiéramos. El alma, yo no
me la palpaba. Se me había desvanecido, y con ella, mi presencia, mi olfato,
mis sensaciones... Te aseguro que no hay nada comparable en este mundo al vacío
de ser nada.
MINERVA: — Si sos nada, ¿cómo podés sentir
algo? No lo entiendo.
ARIADNA: — Yo tampoco lo entiendo, ni lo
sé explicar. (Calla por un momento.) No hay vuelta que darle, soy
una anormal sin remedio. Me asusta ser diferente a vos y a las otras muchachas.
A ver si de veras me estoy volviendo machorra
MINERVA: —
No es que seás diferente, hermanita. Lo que pasa es que estás requetechiflada.
ARIADNA (murmura): — ¡Felipe,
Felipe!, ¿por qué me hablaste de todo eso tan peliagudo? Y como si eso fuera
poco, me regalaste para el cumpleaños Ficciones de Borges... Anoche...
ESCENA 3
(Se apaga el escenario y sólo queda un
haz de luz enfocando a Ariadna que conversa con Felipe):
ARIADNA: — Ya leí los cuentos de Borges, La verdad es que es un cuentista muy difícil y no lo entiendo a veces. Sin embargo
me impactó mucho el de “Las ruinas circulares”, tanto, que me ha quitado el
sueño durante varias noches.
FELIPE (medio burlón): —Tendrías que leer más a los idealistas alemanes para entender mejor
esas páginas. ¿Y en “Las ruinas circulares”, qué fue lo que te quitó el sueño?
ARIADNA: — Pues ese mago que crea un hijo
imaginario que sólo podrá saber que es un ente de ficción cuando en medio de un
incendio, el fuego no lo destruya. Pero al final del cuento, en un incendio del
bosque, el mago, que decide morir consumido por el fuego, descubre con terror
que las llamas no lo consumen... y que él, al igual que su hijo, es también un
sueño en la mente de otro desconocido mago.
FELIPE — ¿Y eso te ha quitado el sueño?
ARIADNA: — Pues sí, Felipe, figuráte como sería despertar siendo seres fantásticos en
los sueños de otro... ¡qué horrible pesadilla!
Después de leer el cuento me acosté ¿y si esto que llamamos vida fuera una
alucinación continuada, un sueño de horror...?
FELIPE — ¡Qué dramática te ponés, Ariadna! Todo eso es pura literatura,
especulaciones de una mente privilegiada como la de Borges, quien en lugar de
proponer teorías ontológicas, plantea sus preguntas trascendentales en los
cuentos. Eso es todo...
ARIADNA: — Entonces Borges vive plagado de
angustiosas preguntas, como todas las que tengo yo que me traen toda revuelta
por dentro. Fijáte: ¿si en vez de ser yo misma de carne y hueso, fuera otro el
que me esté soñando y un día me descubriese siendo sueño o pesadilla de ese
otro, como el mago del cuento?
FELIPE: — Decíme, ahora que has leído a
Sartre, ¿no sería mejor seguir siendo un ente de ficción o soñado, que ser
nada?
ARIADNA —Ni lo uno, ni lo otro... La verdad es que prefiero aceptar todos mis
sufrimientos con resignación, con tal de que sean reales y que si es posible,
se continúen en un más allá más real aún. ¡Pero ser un sueño de otro que tarde
o temprano despierte para no soñarme, eso no, nunca! ¡O que me sueñe de
pesadilla en pesadilla hasta el infinito, eso no, jamás! Y menos aún que la
sensación de vacío que vos y Sartre llaman nada se prolongue hasta no acabar.
Me das a leer unos libros que como te dije antes, me tienen revuelto el magín.
FELIPE: — Eso es bueno para la salud
mental, Ariadna, para que vivás con autenticidad.
ARIADNA: — ¡Cómo se ve que no has vivido
como yo las experiencias de estas noches! Sentí lo mismo que cuando niña vi la
película de la momia: el príncipe egipcio enterrado vivo me impresionó tanto,
que en todos los momentos, mañana, tarde y noche, yo me imaginaba enterrada
viva, asfixiándome... y no podía dormir como ahora...
FELIPE: — Con lo impresionable que sos,
más vale que no leás nada de eso.
ESCENA 4
(RETROSPECTIVA: momentos después de la escena # 2)
(Diana entra en el cuarto de costura, toma a Ariadna
de la mano y la conduce hacia una ventana.
DIANA (Alegremente): — Ariadna, vení a ver lo hermosos
que son los platillos volantes en la noche estrellada. Los hay de todos los
colores. Giran, giran y giran hasta perderse tras la luna que está asustada.
Algunos platillos aterrizan en el jardín. (Hace una pausa, y se queda un
momento mirando con tristeza al vacío. ¿Por
qué viven ustedes encerradas aquí, en esta covacha sin claridad, cuando afuera
el aire es tenue, no hay paredes que opriman y el cielo está todo iluminado,
como de fiesta? (En tono misterioso): — Además, aquí adentro,
entre estas paredes, habita la Horrenda Petra...
MINERVA — ¡Diana! ¿Adónde te has metido que andás toda
desgreñada, sucia y rota? ¿Dónde dejaste los zapatos? No me digás que los has
vuelto a regalar, o los has tirado a la basura como has hecho en otras
ocasiones con tus prendas de vestir. Sabés bien que mamá te va a regañar.
DIANA: — A ésta no hay que hacerle caso,
¿sabés, Ariadna? Minerva no es capaz de imaginar la magia de nuestros mundos.
Sólo sabe estarse aquí pedaleando la máquina de coser y regañar, regañar y
recontrarregañar. Es insoportable. ¿Cómo la aguantás vos que compartís conmigo
tantas cosas y comprendés el lenguaje de los pájaros y el de Minga? No lo
entiendo, Ariadna.
ARIADNA: — Diana, no digás más tonterías. Minerva es muy buena y
si trabaja tanto es para nuestro propio beneficio. Vos la querés, pero hoy
estás con ganas de pelear con alguien. Veníte a dormir, que ya estás muy
cansada.
DIANA: — (Se detiene bruscamente)Dejáme contarte, Ariadna. Hace mucho que no hablamos
como antes y yo tengo millones de cosas que decirte ¡Chitón!, que nadie sepa que la Horrenda Petra
me está haciendo muecas desde ahí, detrás de la puerta, y se me quiere meter en
el corazón otra vez.
ARIADNA: — ¡No sigás, Dianita de mi
corazón! Por lo que más???, no más...
DIANA: — ¡Ah!, ¿no te he
contado que ayer se me metió hecha un ovillito rojo y empezó a rascarme por
dentro con sus pezuñas afiladas? Al palpitar, mi pobre corazón sonaba a
muerte... ¡pam-pam-traca-traca-pam-pam!, y yo no podía soportar sus
palpitaciones. Llevar a la Horrenda Petra aovillada dentro del pecho es como
abrir un ojo en el pozo negro del infierno.
ARIADNA: — ¡Calma, Diana,
calma! Olvidáte de eso. Ya pasó. Además, la Horrenda Petra no está
aquí, ya se fue...
DIANA: — ¿No la ves? ¿No ves su cara
gris lastimada? Nos mira. ¿Sabés por qué?
ARIADNA: — ¿No crees, que la Horrenda
Petra podría ser ese pedazo más o menos
grande de demonio que todos llevamos dentro y que cuesta un mundo aniquilarlo?
¿No te parece, Minerva?
DIANA: — ¿No sabés que anoche la
Horrenda Petra me dio órdenes para que te matara, Ariadnita linda.
“Matálamatálamatáaalaaa" me repetía. Entonces me dio un hermoso cuchillo,
largo, afilado, que sacó de la cocina y que brillaba y brillaba con
perversidad, como me mira la Horrenda Petra. Me empujó a tu cama, repitiendo
matálamatálamatála ahora mismo. Pero vos seguro que estabas afuera, en el
jardín, hilando ensueños en el carrete de la luna con Minga.
ARIADNA: — Pero... vos me querés... ¿Te
habrías atrevido a... matarme?
DIANA: — La Horrenda Petra
siempre me obliga a hacer cosas que no están... bien... pero yo no puedo nada
contra ella.
ARIADNA: Y después... ¿qué? ¿Te fuiste a
dormir?
DIANA: — Después, como no estabas ahí,
me exigió que fuera a buscar a mamá para matarla, pero tampoco la encontré.
Entonces decidí luchar contra la Horrenda Petra y por primera vez la vencí. Ahí
la tenés amontonada detrás de la puerta. Si un día te atrapa, Ariadna, no le
tengás compasión, es malísima. Vos, Minerva, tampoco
(Diana sale como una sonámbula por la puerta del fondo)
MINERVA: — No le hagás caso, Ariadnita. No
te preocupés. ¿No ves que lo que Diana dice es producto de su locura?
ARIADNA: — No es sólo eso, Minerva. Lo
malo es que Diana dice en voz alta... lo que está en mi corazón. A veces me
parece que Diana me cala toda por dentro y se vuelve eco de... mis reflexiones,
mis sueños y mis deseos... de que...mamá, muera. Hoy ciento como si no hubiera
sido la Horrenda Petra, sino yo misma, sí, yo misma (pone énfasis en
estas dos palabras) quien le trasmitió a Diana la orden de matar a
mamá. Por eso me aterran sus palabras.
MINERVA: —Has perdido el juicio. No tiene
sentido lo que decís... Se trata de tu madre, nuestra madre...
ARIADNA: — ¡Yo, que infinitas veces le he deseado la muerte a mamá, soy la que
envenena el corazón de Diana con los disparates que dice! ¡Yo, que en múltiples
pesadillas he agarrado a mamá del cuello y la he dejado sin vida!
MINERVA: — ¡Calláte, Ariadna! No digás
más disparates que nos hacen daño a las dos.
ARIADNA: — ¡Ah, entonces lo pensás también,
Minerva, como Diana y yo, pero no te atrevés a decirlo! ( Serenádose) Si lo reprimís, llegará el día en que todo eso
te carcomerá por dentro, como un cáncer mortal.
MINERVA: — Cáncer es el odio que llevás
metido hasta los tuétanos, Ariadna, y que debés arrancarte sin pérdida de
tiempo. Veo que en realidad te hace falta que Dios te dé una mano, y te preste
al menos una migaja de paciencia, resignación y piedad.
ARIADNA: — Es que no tiene
sentido nada de lo que hace. Decíme, ¿qué pretende hacer con todo ese dinero
acumulado mientras nos hace pasar necesidades de toda clase?
MINERVA: —Eso es asunto de ella. Pero vos
la detestás tanto, como has querido a papá. Y oílo bien, él tiene mucha culpa
de que mamá se comporte así...
ARIADNA: — ¿De qué acusás a papá?
MINERVA: — No lo acuso,
Ariadna, se trata de hechos que puedo testificar. ¡Si él la hubiera hecho
feliz, o por lo menos la hubiera comprendido y respetado! Pero dejálo para otro
día, que te lo explicaré. Ahora estoy cansada.
ARIADNA: — ¿Qué es lo que sabés que yo no sé?
MINERVA: — ¡Nada, nada, Pero...¡es monstruoso lo que decís! Estás
cansada... la emoción del momento por lo que nos reveló Diana, te pone palabras
absurdas en la boca. Descansá, que buena falta te hace dormir.
ARIADNA: — ¿Dormir yo, después de lo que
dijo Diana? ¿Te das cuenta de que mi cama está al lado de la de ella? Me despierto de noche a menudo, porque Diana
habla, habla y habla sin parar, diciendo cosas espantosas que se me clavan en
los nervios. Sí, estoy agotada de no dormir. Y cuando logro conciliar el sueño,
tengo pesadillas con mamá.
MINERVA: — Desahogáte conmigo y
contáme, ¿qué clase de pesadillas te atormentan?
ARIADNA: — (Gimoteando): Por
ejemplo, la otra noche soñé que estábamos sentados a la mesa...y de pronto mamá
se fue convirtiendo en la Horrenda Petra que persigue a Diana.
(Se oscurece el
escenario para dar lugar a la escena del sueño
DOÑA LEONAR COMO LA HORRENDA PETRA: — ¿Creían lograr vencerme, verdad? ¡Todos ustedes son unos
cándidos! ¿No ven que me asiste el
Príncipe de las Tinieblas?
MINERVA: — ¡Calláte de una vez por
todas, Ariadna! Me aterra que en sueños veás a mamá con ese... odio sin
fundamento. No quiero oírte más (Las
siluetas del sueño vuelven a actuar):
LA HORRENDA PETRA (sigue clavándoles alfileres a los muñecos): — Aquí los tengo a los cuatro — ¿Por qué naciste,
infeliz?, ¿por quéeeeeee? ¡Maldita la hora en que
naciste, maldita! (Se enciende de nuevo el escenario donde siguen
conversando las dos hermanas):
MINERVA: — ¿De veras te repitió eso en la
pesadilla? ¿No lo estás inventando con ésa tu desbordante imaginación?
ARIADNA:─ Me lo dijo en la vida real y en el sueño yo me sentía hueca por dentro,
como si mi piel fuera realmente de trapo y me hubieran rellenado con aserrín.
En mi angustia comprendí que estaba en su poder y que nos iba a aniquilar...
Desperté sobresaltada, llorando.
MINERVA: — ¡Basta ya, te lo ruego!
ARIADNA: — A mi lado, Diana se movía con
nerviosismo en la cama y no dejaba de murmurar incoherencias, como siempre...
MINERVA: — Ya te he dicho que mamá te
dijo eso porque vos de seguro la has exasperado... como a veces me sacás de
quicio a mí misma... Entonces se dicen cosas que no se sienten.
ARIADNA: — ¡No seás ingenua. Es obvio que
no me traga y que reniega de mi nacimiento... Seguro que por haber sido la
última de la familia... y por haber nacido cuando ella ya no amaba a papá...
MINERVA: — ¿Y de dónde sacaste eso de que
mamá ya entonces no amaba a papá? Que yo sepa, pese a todo y a las discusiones
y los disgustos que tienen a veces, ellos se quieren.
ARIADNA: — Por lo visto, vos no estás
enterada de... —Bueno, la
verdad es que me debe de odiar más porque sé... lo de ella con... En fin, no me digás que la vida no es también una
pesadilla, tal vez más cruel que la de los sueños, porque de éstos se
despierta, pero ¿cómo escapar de vivir?
MINERVA: No hay vuelta que darle, sólo
con la muerte...
ARIADNA: — ¿Decíme, Minerva, acaso yo pedí
nacer? Aquí estoy porque mamá y papá me concibieron., ¿por qué nací?
MINERVA— Te estás poniendo, tragiquísima,
Ariadna. Si todo el mundo pensara así, estaríamos arreglados. Andá, vete a tus
libros o salí al jardín con Minga, para que se
te borren esos negros pensamientos Lo que sabés, es sólo a medias. Todo
lo sabrás a su debido momento...
entonces se te van a aclarar muchas cosas que ahora te envenenan
ARIADNA: — ¿Qué me estás ocultando,
Minerva?
MINERVA: — Nada... Bueno, ya te
dije, otro día... tomá en cuenta que has vivido endiosando a
papá. En cambio, juzgás a mamá con ligereza. Los años, la vida, mi nefasto
matrimonio, me han enseñado a aceptar y comprender que detrás de toda conducta
humana, buena, aceptable o mala, hay siempre motivos que van definiendo poco a
poco las experiencias, las relaciones con otros. ¿No me explicaste un día los
mecanismos defensivos de los animales? Pues se trata de lo mismo; hay
comportamientos que obedecen a ese mecanismo de defensa.
ARIADNA: — ¿Querés decirme que papá, que en paz descanse, fue el animal
de ataque, y ella, nuestra madre, su presa?
MINERVA: — ¡Vamos, Ariadna, no
es tan simple como eso! Vos todo lo reducís a fórmulas sacadas de los libros y
la vida no es así. Tampoco es una división entre blanco y negro, bueno y malo.
Véte. Otro día hablamos.
ARIADNA: — ¡Si tan sólo papá estuviera aquí!
ESCENA 5
(RETROSPECTIVA: unos años antes del velorio, en la sala)
(Minerva se encuentra bordando un pañuelo. Ariadna está leyendo; ésta
representa unos trece años de edad, no lleva ningún maquillaje, y tiene el
cabello partido en dos trenzas que caen sobre sus hombros. Entra el padre por
la puerta de la calle con un periódico. Ariadna se levanta y con zalamería
abraza y besa al señor Maldonado).
PADRE: — ¡Hola, mi niñita mimada! ¿Cómo seguís de la jaqueca, chiquilla?
ARIADNA: — Mejor, papá. Tanto, que me
gustaría salir al jardín. Después de estar en cama una semana entera, siento deseos
incontenibles de echar a correr por el campo, y de treparme al naranjo. Son
tales mis ansias, que siento un extraño picor por todo mi cuerpo; no sé cómo
describirlo. Y encima, los pájaros no dejan de trinar como si me invitaran a
salir al jardín.
PADRE: — Ya sé que a pesar de que
comenzás a ser toda una verdadera mujercita, seguís trepándote a los árboles y
te vas de rama en rama como una mona. Razón tiene tu madre en regañarte, pues
siempre andás de atorrante por ahí, sucia y desgreñada a veces.
MINERVA: —Ya era hora de que le llamara la
atención a su “niñita mimada”, como la llama usted y con razón, porque la
consiente tanto, que se está volviendo una perfecta malcriada.
PADRE: — ¡Dejáme hacer, Minerva!
Ariadna, ya estás en edad de cambiar, y de no darle más disgustos a Leonor. La
pobre no da abasto con vos. Chela se le quejó porque hay mucha ropa que lavar y
además, puso el grito en el cielo porque entrás siempre con los zapatos sucios.
Es hora de que te sosegués. Prometéme que no vas a darme más disgustos.
ARIADNA: — Usted se pone ahora de parte
de ella y le cree todo lo que dice. Mentiras, puras mentiras son las que mamá
le mete en la cabeza para alejarlo a usted de mí... para que deje de quererme.
DIANA: — Es una arpía y no nos quiere.
Ni a papá lo quiere. Es mala, muy mala. La voz amarga de ella ocupa todos los
rincones de esta casa...Está triste la noche, muy triste...
ARIADNA: — Diana, no es noche aún. Afuera
está muy claro y hay unos celajes imponentes.
DIANA: — Es igual, porque una niebla
oscura, muy oscura, se agita en esta casa con la presencia de ella... Es una
niebla que mamá trae prendida de los cabellos.
ARIADNA:— Shhh... ¡No sigás, Diana, que
me pongo triste.
DIANA: — Antes, ella era distinta, traía
siempre el sol en sus cabellos. Regalaba risas y amor...era amable y buena.
¡Qué solo está el corazón ahora! Estoy cansada de todo. ¡Si pudiéramos echarnos
a dormir y volver a soñar aquellos años de sol, de risa, de amor! Ariadna, ¿Querés
venir a soñar conmigo para olvidarnos de ella? Y es que sólo vos comprendés...
ARIADNA: — ¿Ve que
hasta Diana lo dice? Ella no nos quiere. No me quiere. Me detesta.
PADRE: — ¡Ella! ¡Ella! Decíme, Ariadna,
¿quién es ella?
ARIADNA: —
Bien sabe que “ella” es mamá, que lo pone a
usted contra mí dándole siempre quejas: que si me paso en el jardín cazando mariposas
con Minga; que si me hago un rasguño o se me desgarra o mancha el vestido; que
si me encierro en mi cuarto por horas. ¡Lo que ella quiere es que me quede aquí
quietecita y mansa como un vegetal sin voluntad. Pues no señor, ¡eso jamás!
PADRE (Muy enojado): — ¡Basta! ¡Y más respeto y un poco de cariño para ella, que es tu propia
madre! Bien sabés que el respeto comienza donde acaban los resentimientos y los
celos. No se habla más de eso Minerva, Decíme,
¿esta muchachita no estará entrando ya en el período crítico?
MINERVA: — Sí, no me extrañaría nada.
Además del malestar físico de estos días, está inquieta y muy voluble: llora,
ríe, canta, grita, se enoja por todo y por nada está feliz.
PADRE: — Leonor dice que se encierra en
el cuarto por horas, diz que para leer, pero parece que se vive mirando al cielo raso perdida en
ensoñaciones sin sentido.
MINERVA: — Así es, papá. Como ha visto
usted, vive renegando de mamá y peleando conmigo y hasta con su propia sombra.
Sólo con Diana y con Minga se lleva bien.
PADRE: — ¿No sería conveniente que le
hablaras de eso, Minerva, vos, la mayor? Hay que prepararla para evitarle un
trauma.
MINERVA: — ¿Por qué yo y no mamá?
PADRE: — No podemos contar con Leonor.
Es obvio que Ariadna no quiere nada con su madre y por lo mismo a ella no la
escucharía y hasta podría acusarla de estar inventando todo eso para asustarla
o hacerla sentirse mal.
MINERVA: — ¿Yo? ¿Prepararla yo para su...
primera... mens...trua...ción? ¡Oh, no! ¡Qué vergüenza! Además, a mí nadie me
preparó.
PADRE: — ¿Decís que Leonor no te preparó?
Yo creía que...
MINERVA: Ni ella, ni nadie, y ¡vaya sustico el que me llevé! Mamá tiene
muchos escrúpulos ante esas cosas y por lo mismo, cuando pasé el chasco y le
pregunté, me advirtió que no se debe hablar nunca de ese tema. ¿Y ahora usted
quiere que yo le ahorre el mal rato a esta majadera?
PADRE: — Si estuvieras en su lugar, ¿no
te gustaría que alguien te ahorrara el dolor de enfrentarte con una experiencia
penosa por desconocida?
ARIADNA: — Hablan de mí. Algo
muy grave debe estar pasándome para que papá ponga esa cara fruncida de
preocupación. ¿Qué será eso del período crítico? ¿Será que por mucho
tiempo voy a pasarme postrada, con la cabeza partida a martillazos y sin retener nada en el
estómago como ayer? ¿Qué pensás, Diana? ¿Será eso? No puede ser. Otro día más
en ésas, y acabaré escurrida como un fideo. "Período" suena a mucho
tiempo... Período Medieval... Período Renacentista... Período de la
Ilustración... ¡Qué sé yo! Me parece que Minerva dijo algo así como ¿minestrón?,
¿manutención?
PADRE: — Los sicólogos modernos aconsejan
una cuidadosa preparación para tan brusco cambio. Me interesa el bienestar
espiritual de Ariadna. ¿Me prometés que
le hablarás y la prepararás para la inminente pubertad?
MINERVA: —
Depende... ¿Por qué no le compra un libro que trate del asunto y santas
pascuas? Ella se vive devorando los libros de tu biblioteca y tiene la cabeza
medio alborotada con tanta lectura. Es hora de que lea algo que le abra las
puertas de la realidad...
PADRE: —Sí, no es mala idea ¿Qué?
¿Querés algo, Ariadna?
ARIADNA: — No, no, nada, nada... este... bueno... Sólo quería hacerle una
pregunta.
PADRE:
— Te escucho,
ARIADNA: — Usted... que lo sabe todo...
Explíqueme qué es un período crítico.
PADRE: (Ha seguido inmerso en las páginas del periódico sin prestar
mucha atención a Ariadna) ¿A qué viene esa pregunta? ¿Desde cuándo te preocupás por comprender la
historia y sus problemas?
ARIADNA: Mire, papá, lo único que quiero
es que me explique con claridad lo que es un período crítico.
PADRE: (Colocando el
periódico sobre su regazo con impaciencia): — Si lo pensás bien, sin ayuda de nadie, podrías intuir lo que eso
significa. Se trata de un término de tiempo que puede ir desde varios días
hasta meses, años o siglos. "Período" es un vocablo elástico. Y
crítico, por supuesto, se refiere a una crisis.
ARIADNA: — Explíquemelo mejor, tal vez con
un ejemplo.
PADRE: — Bueno, pues, todos los pueblos
en la historia han tenido un momento de incubación de una nueva cultura, una
nueva actitud, una nueva filosofía, una nueva política. En ese momento de
incubación todo parece indeciso, tambaleante, porque nada se define. Ése es un
momento crítico. Los pueblos pueden salir mejores o peores de las crisis, pero
es innegable que son inevitables, necesarias, también indispensables para el
progreso del mundo.
DIANA: — Es muy simple, Ariadna. Un
período crítico es un tiempo de ceniza que se diluye amargamente en la
muchedumbre de los años y siglos.
ARIADNA: — (dirigiéndose de nuevo a
su padre): — ¿Y una persona como yo, por ejemplo, tiene que pasar
también por un período crítico?
PADRE: — Por supuesto, hija. Recordá
que la historia la hacen los seres humanos. Además, los momentos de crisis son
indispensables para el desarrollo de la personalidad, Ariadna, y para alcanzar
la autenticidad. Bueno, pero te canso con mi cháchara. No sé si te he aclarado
algo con mis explicaciones.
ARIADNA: — Bueno, al menos sé que en un
período crítico hay un proceso de transformación que bien podría ocurrir a
nivel individual. Y si se efectúa un cambio en
mí, entonces me vuelvo diferente... Por eso es que mi cuerpo me pica tanto...
Además, siento como si mi piel estuviera hinchándose y yo no cupiera en mí
misma, como si yo sobrara en mi cuerpo, o éste me viniera estrecho...
PADRE: — Ya entiendo por qué preguntás
eso... ¿Escuchabas mi conversación con Minerva?
ARIADNA: — Si me voy a
transformar, entonces quiere decir que del período crítico saldré convertida en
una… Diana, después de todo eso, ¿será que entonces saldré convertida en una...
MUJER? (Se tantea con las manos los pechos, las caderas, con una mueca
cómica de asco que se va acentuando conforme enumera las prendas y potingues
femeninos) Entonces usaré sostenes, fajas elásticas, tacones altos,
medias de seda, perfumes, lociones, cremas, escotes y... ¡Qué horror! ¡Con lo fácil que me resulta escurrirme en mi
corpiño todas las mañanas, atarme los zapatos y correr sin temor a caerme!
DIANA: — ¿Y todo eso te vas a poner?
¡Pero si sos una chiquilla que tenés el pecho como una tabla!, ¿para qué los
sostenes? ¿O es que te vas a meter trapos en las copas para rellenarlas y verte
pechugona? (Atacada de risa, con ambas manos abultadas sobre los pechos Diana
simula un busto protuberante) ¿Eso es lo que pretendés, Ariadna? ¿Ser
mujer... a pura fuerza?
ARIADNA: — No me entendés. Sólo trato de
saber lo que me espera después de mi período crítico. Bueno, tal vez todo eso
entra necesariamente en ser... MUJER. ¡Si
pudiera quedarme para siempre así, como ahora!
DIANA (Mira a Ariadna con atención y ternura): — No digás tonterías, vos serás siempre la misma, con
tus dos trencitas y los calcetines cortos. Nada te hará cambiar y nadie te hará
crecer porque lo digo yo.
ARIADNA (Sin prestar atención a lo
que le dice Diana): — Iré contra todos sus principios ateos, porque en
este dificilísimo trance, sólo Dios, todopoderoso, me puede socorrer. (Las
luces del escenario se apagan lentamente).
ESCENA
6
(RETROSPECTIVA: dos
semanas después de la escena anterior) (Minerva y Ariadna se encuentran en el cuarto de costura).
MINERVA: — Dejá de lloriquear, Ariadna,
que con eso no vas a sacar a Diana del hospital. Lo sucedido no tiene remedio y
no se borra con lágrimas.
ARIADNA (Suelta a llorar desconsoladamente): — ¿Por qué no me lo dijiste cuando se la llevaron? ¿Te das cuenta de que ni siquiera
me dieron la oportunidad de despedirme de ella?
MINERVA: — Para tu información, Diana no
se fue para siempre. Además, papá dio órdenes estrictas de que no te lo
contáramos porque estabas convaleciente de tu mal, y muy débil.
ARIADNA: —
¿Pero cómo pasó?
MINERVA (Titubea un poco antes de comenzar): — El doctor aconsejó que era lo mejor, porque Diana intentó degollarse.
Dijo que se lo había ordenado la Horrenda Petra. Afortunadamente Chela llegó a
tiempo para impedir la tragedia y todo acabó en unos rasguños. En el manicomio
hay doctores capacitados que se encargarán de ella y estará mejor cuidada. Vas
a ver que muy pronto la tendremos de regreso y otra vez será la de antes, una
muchacha normal como nosotras.
ARIADNA: — ¿Normal como
nosotras? ¡Tantas veces ha regresado de ahí “curada”, como dicen, y muchas más
ha vuelto para tratamientos que sólo la calman por un tiempo!
MINERVA: — La primera vez que intentó
suicidarse fue cuando Antonio la dejó por otra... ¿Te acordás?
ARIADNA: — ¡Claro! ¿Cómo olvidarlo si fue
algo que marcó definitivamente su vida y la nuestra?
MINERVA: — Diana estaba muy enamorada de
Antonio, pero creo que él nunca la quiso. Era el mejor partido para Diana,
según mamá, ya que venía de una familia adinerada y decente.
ARIADNA: — No me extraña nada, pues eso
es lo único que le interesa a mamá: plata, plata y más plata y apellidos de “alcurnia”, según
decía ella que Antonio tenía. ¡Venirme a mí con apellidos de alcurnia en estos
trópicos donde esas ínfulas no pegan ni con cemento, aunque hay quien se lo
cree! Tenés que admitir que mamá nunca ha pensado en nuestra felicidad.
MINERVA: — ¡Seguís con tu sonsonete de
criticar y acusar a mamá de todo lo que ocurre en nuestra familia! Me duele mucho
tu actitud agresiva contra mamá. No se justifica, y ella no se lo merece...
ARIADNA: — ¿Que no? ¡Cómo se ve que no
estás informada de...!
MINERVA: — ¿De qué no estoy informada,
Ariadna? ¡Decímelo ya mismo!
ARIADNA: — Olvidá lo que dije. Volvamos a
lo de Diana: Antonio, millonario y bien sabés el poder que tiene el dinero,
especialmente para mamá… “poderoso caballero es don Dinero”.
MINERVA: — En eso sí te doy la razón. Ya
ves lo mal que me fue a mí en el matrimonio que ella negoció con Manolo, otro
millonario de "alcurnia" (poniendo énfasis en esta palabra)
— que derrochaba su fortuna en mujeres y alcohol. Sólo medio año
estuvimos casados y cuando nos divorciamos...
ARIADNA: — Recuerdo que entonces mamá no
hacía más que recriminarte por no saber manejar las cosas con más comprensión y
con un poco de mano izquierda.
MINERVA: — El que fuera alcohólico y no
quisiera reconocerlo, era lo peor. Pero además, no me quería. Hasta me pegó en
una de sus borracheras...
ARIADNA: — Sólo te tuvo como su
"muñequita preciosa" para exhibirte y que los demás lo envidiaran. No
me vas a negar que mamá te vendió al mejor postor, porque tus otros
pretendientes eran pobretones, incluso Rodrigo.
MINERVA: — Rodrigo y yo nos amábamos y
queríamos casarnos, pero mamá, con pericia, logró alejarlo... Lo que no le
perdono a papá, es que, ni movió un dedo para impedir la boda.
ARIADNA: — Ya sabemos que lo que mamá
decida en esta casa es santa palabra para papá. Así es como hemos ido
cometiendo errores tan garrafales. Ahora recuerdo cuando me gustaba Pedro
Masías...
MINERVA: ¿El hijo del carnicero? ¡Qué
golpe mortal para mamá, si hubiera sabido que te habías enamorado del hijo del
carnicero!
ARIADNA: — ¡Pero qué guapetón se veía cuando con aire de
gran señor pasaba montado en su caballo y arreando el ganado para el matadero! Yo
también deseaba irme con él gritándole al ganado a todo galillo: ¡Arreé,
aaaarreee!
MINERVA: — Volviendo a lo de
antes: lo que no comprendo es que al principio Antonio parecía muy enamorado de
Diana. Es increíble que ese amor haya terminado tan mal. Me temo que todo lo
bueno en la vida, de una manera u otra, se acaba.
ARIADNA: — Cuando Antonio abandonó a
Diana, recuerdo que ella no lloró ni dijo palabra, pero creo que fue cuando
comenzó a sentirse mal.
MINERVA: — Tal vez como yo me sentí
cuando comprendí que no podía salvar mi matrimonio del naufragio en el que
estaba, porque Manolo seguía su vidorra de solterón en francachelas con
amigotes y mujercillas de las que se recogen en los cabarets
ARIADNA: — Lo que le pasa a Diana me
duele mucho. Ella ha sido para mí como mi verdadera madre. Me ha dado cariño. Además, vos me
contaste que con ella di mis primeros pasos. Me ayudó también a llevarme
la cuchara a la boca y a trazar mis primeras letras. De noche, cuando mamá me
dejaba a oscuras en el dormitorio, ella
rezaba conmigo y me contaba lindos cuentos, para que yo me durmiera. ¡Qué sola me he quedado, Minerva!
MINERVA: No estás sola, tontuela. Aquí
estamos papá y yo.
(Ariadna se levanta de la silla y hace ademán de salir. Minerva la
retiene por la falda y comienza a llamar a gritos a Chela.)
MINERVA: — ¡Chela, Cheeela! ¡Papá,
mamáaaa! Aquí, en el cuarto de costura... (El padre entra
precipitadamente).
PADRE: — ¿Qué pasa, Minerva?
MINERVA (Agarrando el borde de la
falda de Ariadna, señala una mancha de sangre): — ¿Que no
lo ve?
PADRE: — Te lo dije. Se veía venir. ¡Y
precisamente hoy, que Leonor no está en casa.
ARIADNA (Mirando con asombro la mancha de su falda.): — ¡¡¡¡SANGREEEE!!!!
¡¡Dios Mío!! ¿Dónde me hice daño? ¿Y cuándo, si no he salido hoy de
casa? Voy a cambiarme de vestido. ¡Qué enojada se va a poner mamá!
MINERVA: ─ ¡Ingenua! ¿No has comprendido que esta mancha no es
como las de tus travesuras?
PADRE: — ¿Y no la preparaste como te lo
pedí? (Ante la negativa muda de Minerva, exclama) ¡Qué problema!
¿Y ahora quién se lo va a explicar?
ARIADNA: — ¿Entonces, qué es esto?
MINERVA: — Mirá Chelita, ¡y
precisamente hoy que no está mamá! Traéme las toallitas higiénicas que tengo en
la cómoda. Vení, Ariadna, vamos al baño para explicarte cómo usarlas.
ARIADNA: — ¿Qué me pasa? ¿Por qué no me
lo explicás, Minerva? Tal vez vos, Chelita, podás sacarme de este atolladero…
¿estoy des... hon... ra... da? ¿Como Encarnita, que tuvo un bebé sin
casarse?
MINERVA: — ¡Las burradas con
las que sale esta tontoneca! Vení conmigo, vamos al baño.
ARIADNA: — ¿Por qué tanto misterio y
alboroto, entonces? ¡Decíme lo que me pasa!
(Minerva empuja a Ariadna por la espalda y ambas salen
por la puerta que conduce al interior de la casa. Las luces del escenario se
apagan.)
ESCENA 7
(RETROSPECTIVA: cinco meses después de la escena anterior, en la
sala)
(Se escucha la sexta sinfonía de Beethoven, la cual proviene de la
radio. El señor Maldonado lee un libro.)
MINERVA: — ¿Cuándo será que no estés en
la luna, Ariadna? Poné los pies en tierra. ¿En qué estás pensando ahora?
¿Maquinás acaso arreglar el mundo de una vez por todas, con ese gesto
circunspecto y respetable, que asusta al más pintado?
PADRE: — ¡Minerva! ¿Por qué empleás
siempre ese tono de reproche con tu hermana? Es hora de que cambiés de actitud
con ella. Después de todo, sos la mayor.
ARIADNA: — ¿Quéeee?
PADRE: — No le hagás caso a tu hermana. ¿Querés
que hablemos a solas?
ARIADNA: — Es igual. Lo que tengo que
decir lo puede oír cualquiera. No vale la pena. Sólo pensaba... bueno, es que
la Sexta Sinfonía de Beethoven siempre me pone así. Me estaba
preguntando si después de todas las agonías de esta vida, tan dolorosa como esa
tormenta de la sinfonía, se puede alcanzar una mirrusquitica de placidez, como
la de ese movimiento musical en el que se experimenta paz y felicidad casi
celestiales...
PADRE: — ¿Eso quiere decir que te
ocurre algo, Ariadna?
ARIADNA: — No es nada, papá, es sólo que
Diana... ¿No la ve, de nuevo completamente fuera de nuestro círculo familiar,
atrapando qué sé yo qué en el aire?, ¿tanteando qué?, ¿en busca de qué? Me
preguntaba si Diana tiene ojos y manos de hada que ven y tocan lo que nosotros
no vemos ni tocamos y por eso se pasa haciendo en el aire esos gestos con las
manos.
PADRE: — Cada día se nos pone peor, ya
lo sé. No habrá otro remedio que llevarla una vez más a la clínica. Volverá
bien, como regresó hace unos meses. Es cuestión de tiempo y de medicamentos
adecuados. Lo que me preocupa es que yo no estoy bien de salud y no sé quién se
hará cargo de ella para atenderla a tiempo... si algo me pasa...
MINERVA: — Ayer usted fue al
médico, papá. ¿Tan grave es lo suyo? Usted les andaba zafando el bulto a los doctores
y ahora va muy mansito a su consultorio.
PADRE: — Sí, hija, no te preocupés, fue
sólo una visita rutinaria, pero me dijo que necesito mucho reposo y nada de
preocupaciones ni contrariedades. Es el corazón, pero no se inquieten que tengo
las medicinas necesarias y Leonor me atenderá como siempre lo ha hecho.
MINERVA: — Ya sabés, Ariadna,
¡No darle más disgustos a papá!
PADRE: — Sobre todo dejá de quejarte de
Leonor. Hoy se encuentra indispuesta por una discusión que tuvo con vos. ¿Qué
pasó, Ariadna? Ella se niega a hablar del asunto.
ARIADNA: — No lo sé, papá... Mejor
dicho, creo que fue por algo relacionado con don Bernardo. Sí, fue lo de don
Bernardo...
PADRE:
— ¿Pero qué pasó con Bernardo?
ARIADNA: — Este... bueno... es que...
MINERVA: —
A la linda Ariadnita no le da la real gana de soltar prenda, como siempre, pues
sabe que la culpa es de ella y de nadie más. Seguro que le hizo alguna grosería
a don Bernardo. Mejor que no conteste porque ya debe haberse inventado una gran
mentira.
ARIADNA:
Dejá de meterte conmigo y de tratarme como si yo fuera una chiquilla.
Sí, tenés razón, es mejor que me calle... y quizás hasta que me corte la
lengua... porque lo que tengo que decir más vale que no lo oiga papá.
PADRE: — ¿Tan malo es, Ariadna? Sos tan
exagerada como tu abuela materna, a quien le hervía la imaginación a tal punto
que lo desproporcionaba todo. Me lo dirá Leonor... cuando le haya pasado el
disgusto.
ARIADNA:─ (Comienza a sollozar sin
control, abrazada al cuello de su padre) ¿Y usted cree que ella se lo va a decir de
veras? Le dirá otra cosa y usted le creerá como siempre. Papá, don Bernardo... (Pausa
larga) don Bernardo se hace llamar su amigo y usted lo quiere mucho, lo
respeta, es su hermano de logia, pero él no es... su amigo...
PADRE: — ¡Te atrevés a tanto, incauta! Por evitar un castigo, sos capaz hasta de involucrar en tus enredos a mi
amigo más querido. ¡Mirá que has ido lejos! Esto es muy serio, Ariadna. Por una
calumnia como ésta, hasta te pueden hacer un juicio. Tendré que darte un
castigo del tamaño de la falta.
ARIADNA: — ¡No, papá, noooo! Lo que estoy
viviendo en estos momentos es ya un castigo desproporcionado para que usted
agregue otro. Yo no quería decir nada. Fue usted el que me obligó a hablar...
La verdad es que no sé nada... ¡Estoy tan confundida!
MINERVA (con dejo burlón y despectivo): — ¡Lágrimas de cocodrilo! No le haga caso a esa mete-la-nariz-en-todo,
papá. Hágalo por usted mismo, por su salud, por nosotros, que lo queremos mucho
y lo necesitamos sano y salvo por muchísimos años.
DIANA: — No llorés así, que me rompés
el alma! Te lo he dicho más de una vez: ellos no entienden nada, no quieren
entender nuestro mundo. ¡Son tan viejos! Sólo saben de regaños y de
esto-se-hace-así-y-aquello-asá.
MINERVA: — Vení conmigo, Diana. Es hora de
tu medicina.
PADRE: — Bueno, basta
ya, Ariadna. Cualquiera diría que no me querés. Acabo de pedirte que me evités
disgustos y lo primero que me das es uno muy grande. Ahora estoy muy cansado.
Esto no quiere decir que no vamos a hablar del asunto otro día. ¿Me oís? Bueno,
ahora vete a estudiar, y al acostarte, si te acordás de alguna de las oraciones
que de niña te enseñó Diana, rezála por vos y por todos y cada uno de nosotros.
ARIADNA: — ¿¿Me pide usted que yo rece?? ¿Usted, que siempre renegó de la religión
diciendo que es el opio del espíritu...?
PADRE: — ¿Te sorprende que te
lo pida tu padre ateo? Me parece que los años y las enfermedades me van
poniendo sensato. Tal vez chocheo, o más bien sea una ley de la vida que en las
encrucijadas del final, nos hace echar marcha atrás. Ahora que tengo muchos
ratos para mí solo, me pongo a meditar y me asalta la congoja de haber cometido
muchos errores, de haber actuado siempre a los primeros impulsos del corazón.
Cuando joven, era excusable... Ahora soy viejo y ya no puedo cambiar lo que
fue.
ARIADNA: — Pero ahora sí que me asusta usted: debe estar
muy enfermo para que haya llegado a tales extremos, como pedirme que rece por
usted.
PADRE (Dejándose caer en uno de los sillones con desaliento): — Me pregunto si me equivoqué al darles a ustedes una educación tan
liberal y ajena a los principios religiosos. Quizás Dios, la religión, más que
un opio, sean una manera de aniquilar la soledad y hasta la desesperanza. En mi
soberbia, creía que estaría preparado para el final. Pero no es así. ¡Ojalá
estuviera preparado! Muy lejos de eso...
ARIADNA: — No diga eso. No está
solo, papá. Nos tiene a nosotros y a sus amigos de la logia, los que usted
llama hermanos.
PADRE: — Ya no creo ni en eso de la
logia masónica, m'hijita. La verdad es que nunca creí... iba sólo porque me
parecía que romper los esquemas establecidos era una forma de acercarme a la
verdad. Ahora pienso que asumí esas posturas porque tenía ínfulas de
intelectual. ¡Cuánta presunción se anida en los seres humanos! Sólo porque
hemos leído un poquito más que otros nos sentimos superiores a ellos.
ARIADNA: — Pero usted continúa yendo a la
logia, papá.
PADRE: — No. Hace mucho dejé de ir. A las últimas reuniones asistí por
costumbre, por salir y hablar con los amigos. Para ser franco, la primera vez
que puse los pies en la logia, yo esperaba respuestas, pero no contaba con que
estas respuestas serían relativas como todas las que recibimos. Y aquí estoy
todavía buscándolas. ¿En qué creo? ¿En Dios? Todavía no lo sé...
(Hace una pausa) Lo que más me preocupa es no saber si la
educación que he dado a mis hijos es la mejor. Y es que ésta es la hora del
recuento de la cosecha porque la muerte se acerca.
ARIADNA: ─ ¡No diga eso, papá!
Usted es lo único que me queda y se le ve sano, fuerte y joven. ¿Se imagina lo
que sería para mí la vida sin usted?
PADRE: — Así es la vida. Tarde o
temprano he de irme para siempre como tantos otros y tu vida no cambiará su
curso por eso. Seguirás como siguen todas las personas y las cosas.
ARIADNA: — Entonces podrá comprender algo
que quería decirle, pero temía que le fuera a molestar: hace tiempo que me
siento perdida... y Dios se me ha hecho una necesidad absoluta.
PADRE: —¿Vos...buscando a Dios?
ARIADNA: — Sí, papá, como lo oye: D-I-O-S.
Él se haría cargo de mí, y yo me sometería a su voluntad sin chistar... así
todo estaría en sus manos. Lo necesito ahora más que nunca.
PADRE: — Me agrada que tengás
inquietudes espirituales, pero tené cuidado de no dejarte atrapar en las redes
del fanatismo, o en la práctica rutinaria de fórmulas dogmáticas. Seguí
buscando, hija. Quizá eso te ayude a controlar el carácter rebelde y difícil
que tenés. Ahora vete a estudiar, que ya hemos charlado bastante.
ARIADNA: — Me ha hecho mucho
bien esta conversación, papá. Que pase buena noche. ¿Quiere algo antes de
retirarme?
PADRE: — Ariadna, decíme la verdad. ¿Qué
quisiste dar a entender, con eso... de la amistad de Bernardo?
ARIADNA: — La verdad es que no
sé de qué habla. Si no me equivoco, platicábamos de acogernos a Dios y a la
religión. Buenas noches, papá, váyase a descansar que buena falta le hace.
PADRE: — ¡Un momento Ariadna! Decíme
la verdad. ¡La verdad, Ariadna! (Las luces se apagan).
ACTO SEGUNDO
ESCENA 1
(VELORIO)
El murmullo de las voces es
amortiguado por el fondo musical del "Dies Irae". Al levantarse el
telón, don Bernardo va a sentarse cerca de Ariadna, quien dormita junto al
féretro
BERNARDO: — Te has quedado dormida. Estás
fatigada... Ha sido un largo día para todos.
ARIADNA
(Hablando con desgana): — Sí, muy largo… estoy agotada. Me
duele la cabeza... me pesa todo el cuerpo. Yo diría que hasta el alma se me ha
vuelto plomo.
BERNARDO: — El entierro será a las diez,
¿no?
ARIADNA:
— Sí. Falta todavía mucho...
BERNARDO: — ¡Me cuesta creer... aceptar...
que ella se haya muerto! ¡Pobre Leonor! ¿Por qué ustedes la hicieron sufrir
tanto? Vos... en especial vos, Ariadna.
ARIADNA: — ¡Oh,
no! Usted se equivoca, don Bernardo. Ella era la que nos martirizaba sin
tregua. ¿La prueba? Ahí tiene a Diana con su juventud y alegría truncadas por la
locura... su único escape a la penosa vida que mamá nos dio.
BERNARDO: — Decís cada cosa, muchacha, que hay
que ver. Es el cansancio. Yo sólo quería explicarte que a Leonor le incomodaba
tu silencio. Era un silencio cargado de algo así como rechazo. Ella decía que
asomaba por tus ojos en miradas que le hacían mucho daño. Para Leonor tu
silencio era un nudo de rencores y ella no podía explicarse por qué...
ARIADNA: — ¿Que no sabía por qué?
BERNARDO: — Eso me decía... Y que su única esperanza era
que una vez superaras la adolescencia, todo eso acabaría. Pero ya dejaste muy
atrás esa pubertad…
ARIADNA: — ¡Ah, dice que le pesaban mis
miradas! Sepa de una vez por todas
que en realidad no era yo quien la hacía sufrir, sino su propia conciencia.
Callando, sólo trataba de ignorarla por todo el daño que me causaba. Agregue a
esto lo de... lo de la muerte de papá... ¡Nada menos que usted, el que se hacía
pasar por su mejor amigo!
BERNARDO: ─ (Con voz temblorosa.) ¿Yo? ¿Qué tengo que ver con la muerte de Gonzalo? Ya no sabés qué
inventar, ni a quién acusar. Gonzalo y yo fuimos amigos hasta su muerte.
ARIADNA (Con tono de ironía.): — Hoy me revela usted que ella sufría por culpa mía. Usted lo ha dicho:
fuimos dos víctimas... (Pasando de la ironía a un tono de placidez): — ¡Es extraño!
Ahora que usted lo dice, siento como si me hubieran quitado un peso de encima y
que aún puedo tener esperanzas de encontrar la quietud y el reposo que desde
hace tiempo perdí.
BERNARDO: — ¿Por qué toda esa hostilidad, Ariadna?
ARIADNA: — A decir verdad, no estoy
segura... Tengo miedo de mirar en mi alma. Sí sé que he sufrido lo indecible
callando, siempre callando y oyendo, día tras día, su voz chillona regañándome
por todo.
BERNARDO: — Te repito: ¿por qué? ¿Sólo
porque en un momento de cólera te dijo aquello de que mejor no hubieras nacido?
Estoy seguro de que ella no quiso herirte. Era incapaz de matar una mosca.
Mujer más buena no hay ni habrá ya más en este mundo. Tenía su temperamento,
pero vamos, ¿quién no lo tiene?
ARIADNA: — ¿Usted, precisamente don
Bernardo, se atreve a preguntarme a mí, por
qué...? ¿No lo sabe o es que para que todo quede tapadito se hace el zorro?
¡Váyase adonde no lo vea nunca jamás, porque yo no podré guardarme por mucho
tiempo la verdad! Usted sabe bien que esa verdad fue la que le costó la vida a
mi padre. ¿Qué generosos atributos tiene usted,
don Bernardo, que no sólo no le vio a mamá maldad alguna, sino que también la
amó? . Todo
eso que yo insisto en llamar la verdad, ¿será más bien un engaño de mis
sentidos? ¿Y si fuera usted, don Bernardo, el que se engaña a sí mismo? (Ariadna
se pone a llorar en silencio. Entra Minerva).
MINERVA: — ¿No vino Óscar?
ARIADNA (denegando con la cabeza): — Mamá había prohibido que volviéramos a vernos. De seguro, porque no
figuraba en la lista de los pretendientes ricos. Ya sabés, esto ya lo hemos
discutido varias veces. Al que más extraño es a Felipe, que en paz descanse.
¡Mi querido Felipe! Si todavía viviera, de seguro hoy estaría sentado aquí, junto
a mí.
(Se apagan las luces y Ariadna queda pensativa. De la penumbra sale Felipe, quien
se sienta a horcajadas en una silla, con los brazos apoyados en el respaldo.
Felipe es un hombre desgarbado y de unos treinta y cinco años.)
ARIADNA: (Aparte, comenta): — Felipe habría permanecido en silencio un largo rato, como solía hacerlo.
De pronto me habría dicho:
FELIPE: — ¿Me podés explicar por qué, para
llegar a esto se tenga que sufrir tanto? ¿Creés que vale la pena darse la
vuelta por el mundo? (Guarda un corto silencio de nuevo). ¿Y
ahora, qué? La nada... Mirá a tu madre, Ariadna. Ha muerto con la postura
horizontal de todos. Que haya sido buena o mala, no se le nota. Que haya creído
en Dios, o no, tampoco se le nota. No debe ser muy importante todo eso, ¿no lo
crees? (Felipe se desvanece en la penumbra de la sala).
ARIADNA (Aparte, sigue bajo
el foco azul): — ¡Pobre Felipe! Esta noche de cirios y voces apagadas me lo trae entero
a la memoria. Ya no está entre nosotros, pero lo siento junto a mí, persiguiéndome
con sus opiniones lapidarias, llenándome la cabeza con su obsesión de la nada.
ESCENA 2
(RETROSPECTIVA: unos años antes del velorio de doña Leonor)
(Tirada en el sofá, Ariadna lee un libro. La radio trasmite el concierto
para guitarras de Vivaldi. Entra Felipe y la saluda, ella levanta la vista del
libro).
FELIPE: — ¡Cómo tarda Julio César! (Después de una pausa, se dirige a
Ariadna). ¿Qué estás leyendo con
tanta atención?
ARIADNA: — (Levantando la vista del
libro, contesta de manera cortante).Te importe o no, leo, POESÍA.
FELIPE: — ¡Claro, debí adivinarlo!, lo
que leen todas las mujeres cursis y romanticonas como vos.
ARIADNA: — Y los hombres, ¿nunca leen
poesía?
FELIPE: — Yo me refiero a que las mujeres
leen poesía barata, empalagosa, de amores dolientes e imposibles.
ARIADNA: —¿Y los hombres qué leen?
FELIPE : — ¡Ah!, a nosotros, los hombres, nos gusta la poesía viril como la de
Manrique, Vallejo... ¡Vallejo, éste sí que es carne de poesía! Unamuno, con su
Prometeo y su Cristo doliente. Aleixandre... En fin, todo un regalo para el
espíritu es la que yo llamo “Señora Poesía”. Siempre te veo ahí, en ese sillón, leyendo, o
haciendo que leés. En fin, dándotelas de sabihonda y todo es pura pose.
ARIADNA: — ¿Qué te he hecho
yo, Felipe, para que me digás esas cosas?
FELIPE: — Me fastidian las mujeres como
vos…
ARIADNA: — ¡Me ha
llamado MUJER! ¡Es la primera vez que alguien me llama mujer!
FELIPE:
— ¿Y quién es el poeta que leés?
ARIADNA: ¿Y a vos qué te importa?
FELIPE: — ¡Baudelaire en
español! Las flores del mal son palabras mayores. Me quito el sombrero,
señorita. ¿Y entendés su poesía?
ARIADNA: — Nunca trato de entender la
poesía. Me toca aquí, en el corazón, la siento, la vivo, pero no la analizo.
Para mí, los poetas son los que saben expresar todo lo que yo callo porque no sé cómo expresarlo. En sus versos
ellos hablan por mí y para mí.
FELIPE: — ¡Vaya!... Yo te había creído
una soñadora insípida, cursi y pedante. Me equivoqué Sos sólo una de esas que gozan sufriendo...
una masoquista. Así es que como tu comodona vida no ha padecido todavía el
dolor lo buscás en los poetas. Te importa un pito lo que te digo ¿eh?
ARIADNA: —Total, todos me creen sosa y me
consideran tontica. Con lo que acabo de decirte, quedás informado de que a mí
no me gusta hablar, me cansa y hasta me fastidia.
FELIPE: — Pues ya ves, te equivocás. Yo
nunca pienso lo mismo que los demás. Muy graciosa y simpática no sos, pero
vamos, tenés unos lindos ojos cenicientos y...
ARIADNA: Mejor calláte.
¡Basta ya de sarcasmos!
FELIPE: — Perdoná, sólo quería
explicarte que... hasta hace poco no soportaba el aire de importancia, de
orgullo, de suficiencia, que me parecían revelar tus gestos. Me resultabas estúpidamente
antipática.
ARIADNA: — Además de tonta y muda, como dice
mamá que soy ante los muchachos, ahora resulta que también soy antipática.
Muchas gracias por tan hermoso cumplido.
FELIPE: — Bueno, es que me parecías uno
de esos niños detestables, distintos a los demás, que jamás han hecho una
travesura. Aquí mismo reconozco que me equivoqué. (En tono burlón):
— Tenés que admitir que soy la humildad en persona al reconocerlo... Y más vale
que lo admitás, porque siempre me ha sido muy difícil aceptar que me equivoco..
ARIADNA: — ¿Se puede saber qué te hizo
cambiar?
FELIPE: — Bueno, es que acabo de
comprender que lo que me parecía orgullo en vos era timidez y miedo de
estorbar. Todas estas tardes, cuando me sentaba aquí a esperar a Julio César,
estoy seguro de que te sobraban ganas de salir corriendo.
ARIADNA: — Te costó mucho averiguarlo,
Felipe.
FELIPE: — Y tu aire de suficiencia es
sólo una estudiada forma de ir encubriendo tu torpeza y evitar el ridículo. Lo
que te come no es el orgullo ni la soberbia, sino el miedo. Un miedo tal al
ridículo, que te pone grillos en la lengua, en el gesto, en la actitud. No
tenés amigos por puro miedo. ¿Querés ser amiga mía?
ARIADNA: —
¿Yo? ¿Amiga tuya? Estoy acostumbrada a estar sola... Hablar con Minga...
Escribir mi diario. Ni siquiera sé mantener una conversación. Mis únicos amigos
son los libros. A veces hablo con los míos, pero siempre de lo nuestro ¿Cómo podría ser tu amiga…?
FELIPE: — Dejá de mirar al suelo. Para
comenzar una amistad hay que saber mirar a los amigos a los ojos. ¿En qué
pensás?
ARIADNA: — En que vas a aburrirte. Vivo
metida en mi mundo, y soñando un futuro mejor, tanto que sin quererlo, cada día
me vuelvo más tímida, lo cual me abre distancias y muros frente a la realidad.
FELIPE: — Te comprendo porque cuando era
adolescente fui así. Te gusta vivir alimentando una existencia absurda, sin
soportes reales.
¿Crees acaso que los seres tienen derecho a recrearse a su gusto y
capricho como diosecillos? Te engañás vos misma y pretendés engañar a la vida,
implacable buscadora de realidades.
ARIADNA: — ¿Y quién nos asegura que la
vida no sea también un absurdo? Todo se vuelve un continuo fantasear para salvarnos
de la realidad. ¡Sueños, sueños y más sueños! Para mí la vida es un desatino.
¿Vos no soñás, Felipe, para aniquilar todo este disparate que llaman vida?
FELIPE: — Yo soy la locomotora que ya
dejó muy atrás los paisajes de ensueño. Tengo treinta y cinco años, un pasado
largo, triste y brumoso, un bagaje de ensueños e ideales que nunca se
concretaron. La vida me los fue aniquilando en las mismas entrañas del alma. Me
voy a sincerar con vos: no creo en nada. Así como lo oís. Hace mucho tiempo que
perdí esa fe que Unamuno llama del carbonero y yo la llamo fe mecanizada.
ARIADNA: — ¿Cómo podés estar
tan tranquilo y vivir así como así?
FELIPE: ─ Mirá, nos morimos y
lo único que queda de nosotros son nuestras propias obras... si es que hemos
hecho algo que haya contribuido a mejorar la sociedad. Los hijos, si es que los
tenemos, podrían ser otra forma relativa de salvación. También el recuerdo que
guarde alguien de nosotros. Ya ves lo poquísimo que va a quedar de mí, si es
que queda algo. Me hundiré para siempre en la nada, donde todo va a parar.
ARIADNA: — ¿La nada? ¿Querrás decir, la
muerte ¿no?
FELIPE: — Dije “la nada”. Un día de
éstos te traeré el libro de Sartre para que comprendás lo que es esa nada. ¿Ves
como vos y yo tenemos mucho que hablar de muchas cosas? Cuando hayás terminado
de leer el libro de Sartre, lo discutiremos y yo te orientaré. Verás qué
sabrosas conversaciones vamos a mantener.
ARIADNA: — Sí ¡claro! Pero... me cuesta aceptar que no crees en
nada. ¿No te da miedo?
FELIPE: ─ ¿Y vos sí crees en algo?
ARIADNA: — No lo sé, Felipe. Desde hace días me siento
perpleja ante las cosas, los hechos, la vida. Todo me resulta incomprensible e
inexplicable. Por eso tus palabras me dan miedo. También me lastiman. Es la
primera vez que alguien me habla así. Estoy muy confundida... Debe ser muy
doloroso saber que todo termina irremediable y definitivamente después de
morir.
FELIPE: — Te equivocás de cabo a rabo,
Ariadna, pues ya ves que no. En mi vida no hay amarguras. Sí una constante y
renovada renuncia a la eternidad, a la que aspiran los que se refugian en las
religiones. Por eso la vida me es preciosísima, algo casi divino, porque se
vive una sola vez y después, ¡nada! Así la voy viviendo con todos mis sentidos,
con todo mi ser.
ARIADNA (Estremeciéndose): — No comprendo cómo se puede vivir así y cómo podés
quedarte tan tranquilo. Precisamente el cristianismo es el mejor refugio para
mí porque me ofrece la vida eterna... Lo malo es que... me cuesta creerlo. Pero
me aferro a que sí, a que todo será tal cual lo prometen los que saben de eso.
FELIPE: Puros embustes! El presente es
lo único válido. El pasado lo recuerdo satisfecho porque me ha enriquecido. El
mañana lo detesto y lo espero con temor, porque en ese mañana se extinguirá mi
yo y todo lo que constituye mi extraordinario mundo de aquí y de ahora. Eso sí,
VIVIR, así, con énfasis, representa un continuado e ininterrumpido intento de
alcanzar un máximo de perfección moral y espiritual, aquí y ahora... y no
esperar a que se asome la muerte para arrepentimientos
inútiles...
ARIADNA: — Dichoso vos que ya encontraste
una verdad. Yo, en cambio, vacilo y me pierdo en un laberinto de dudas. ¡Cuánto
no diera por poseer también una verdad! Aunque fuera una verdad como la tuya.
Por ahora, me atrae la fe católica.
FELIPE: — ¡Me lo veía venir! ¡Bah! sé un
poco original, buscáte una creencia del tamaño de tus necesidades y dejáte de
pamplinas. Sos muy pobre de espíritu al seguir al rebaño y contentarte con lo
que ya está fijado por los otros. Hay que ser inconforme y no dejarse llevar
por las convenciones. El cristianismo, y dentro de él la iglesia católica, son
parte del sistema.
ARIADNA: — Me confundís más de lo que ya estaba. El dios
de la filosofía me resulta muy abstracto. En cambio la religión me brinda un
mundo donde imperan el amor y todo lo que Jesucristo nos dejó en sus
enseñanzas. Lo malo es que me falta creer de veras, muy de veras. ¡Si
pudiera al menos aceptar la resurrección!
FELIPE: — Con fe o sin fe ¿por qué no
apostás a la eternidad? Aquí te será muy valioso el principio de Pascal que es
infalible: apostando a la eternidad, si no existe, nada perdés y si existe,
tenés ganada esa grandiosa gloria que anuncian los curas en el púlpito.
ARIADNA: — Es una solución muy mezquina,
Felipe. ¿Conocés la historia bíblica de Ananías y Safira, su esposa?
FELIPE: — ¿Ah, pero también
te da por leer la Biblia? A mí que me den Aristóteles, Kant, Nietzsche, Sartre,
Marx, tetracloruros, hidratos de carbono y ácidos y no esos cuentos estúpidos
de la Biblia.
ARIADNA: — Pues escuchá uno de los que
llamás “estúpidos cuentos de la Biblia”, porque vale la pena y podría ayudarte
a alcanzar aunque fuera una migajita de ésa tan ansiada perfección...
FELIPE: — Resulta que la que no sabía
hablar con los amigos, ¡ahora hasta narra cuentos y bíblicos! Soy todo oídos..
ARIADNA: — Vale: con los de su tribu,
Ananías y Safira poseían un campo en común, el cual vendieron. Aunque su
obligación no era entregar a la comunidad el producto de la venta, ellos
hicieron creer que lo entregaban todo cuando en realidad se habían quedado con
una parte. San Pedro les reclamó y les dijo que con eso no habían engañado a
los hombres, sino a Dios. ¿Ahora pretendés que yo le mienta a Dios, engañándome
a mí misma?
FELIPE: — ¡Pobrecita!, tu mal ya no tiene
remedio. Lo mejor es olvidarse de la fantasía de la eternidad y poner la carne
en el asador, como yo. El tiempo, con sus minutos, horas, días, meses, eso es
lo único. Con la muerte termina todo, porque después no hay nada, absolutamente
nada.
ARIADNA: — ¡Morir y quedar disuelta en
una nada aniquiladora! Eternamente, como aquella tarde, cuando me sentí de
pronto diluida en el aire y sin asidero en mi ser ni en lo que me rodeaba. Si
eso es la muerte, ¿para qué entonces sufrir, luchar, desesperarse? ¿Para qué
amar y odiar? ¿Y si la nada fuera tan negra y pesada como el odio? ¡Pasarse
toda una eternidad sumida en las tinieblas del odio, con la conciencia
carcomida de odio, qué horror!
FELIPE: — Sos muy joven para que hablés
del odio como si estuvieras familiarizada con él. Tené presente que las
pasiones negativas como el odio son destructivas y son un síntoma de
inautenticidad, una forma de muerte existencial que no cabe en mi filosofía.
(Minerva interrumpe la conversación al entrar por la puerta del fondo).
MINERVA: — ¿Qué tal Felipe? (Dirigiéndose
a su hermana) ¡Conque has estado aquí todo este tiempo, Ariadna, y yo
buscándote por toda la casa! Debí haberlo imaginado porque te pintás para
perecear leyendo como rata de biblioteca. ¡Quién pudiera pasársela así! Mamá
quiere que me ayudés a terminar el vestido de doña Juanita, que lo necesita
para la fiesta de mañana. Con permiso, Felipe. (Minerva deja la escena y
se apagan las luces)
ESCENA 3
(Poco tiempo antes de la muerte de doña Leonor)
(En la sala, Felipe y Ariadna
están conversando. Entra Julio César).
JULIO CÉSAR: — ¡Hola, viejo!
Disculpá que te haya hecho esperar tanto): ─ Bueno. ¿Qué me decís de nuestros
planes para irnos de reclutas? ¿Cuándo nos llaman para salir y unirnos al
ejército de Figueres, allá en La Lucha?
FELIPE: — ¡No seás
imprudente, que nos pueden oír! Nunca sabés quién es tu enemigo y... las
paredes oyen...
ARIADNA: — ¿Se van a la revolución? ¿Van de soldados a La Lucha? ¿Hablan en
serio?
JULIO CÉSAR: — ¡Condenada
muchacha del carajo! ¿Quién te dio permiso para meter las narices en esto,
decíme? ¿No oís que Minerva te está llamando? Andá a ver qué quiere. Lo que
hablamos Felipe y yo no es para mujeres. ¡Te me vas y sin chistar, mocosa curiosa!
ARIADNA: —Te aprovechás de la debilidad
de nosotras, tus hermanas, para maltratarnos. ¿Por qué no probás con tus
amigotes? Con Felipe, por ejemplo. Además, ya dejé de ser una chiquilla para
que me tratés así delante de los otros.
FELIPE: — ¿Todo listo? ¿Llegaron ya
noticias del frente, Julio César?
JULIO CÉSAR: — Que yo sepa,
todavía no hay nuevas. Tan pronto como sepa algo, te lo comunicaré. Vos también
me tendrás al tanto. Hay otros que también quieren alistarse. Me pregunto si
nos van a aceptar... Creo que sí, pues somos buenos y reconocidos tiradores con
mucha práctica en la cacería.
FELIPE: — También nos favorece mucho que
conocemos palmo a palmo la geografía del país, desde el Río San Juan hasta
Talamanca; del Atlántico al Pacífico; y no les tenemos miedo a esas tupidas
selvas plagadas de zancudos y culebras, ni a los ríos caudalosos, como tantos
pendejos que en su vida han salido de la ciudad. Bueno, pero... ¿Y si nos
reclutan sólo para ser carne de cañón?
JULIO CÉSAR: — ¿Te estás echando
atrás, maje? ¡No te me volvás un mariquita! Esperáte, hombre, cuando llegue el
momento, tendremos tiempo para decidir si nos conviene. Recordá que somos voluntarios y nada nos pueden hacer si
desertamos. Entretanto, paciencia, mientras nos llegan noticias de La Lucha.
Entonces allá van a saber quiénes somos nosotros por el burumbún que vamos a
armar. Traca-traca-traca-traaaa.
FELIPE: — ¿Así, tan a la ligera te lo
estás tomando? No se trata de armar burumbún con tiros y muerte. Para mí lo que
importa es luchar por los derechos que han intentado arrebatarnos los
Calderonistas en las urnas electorales. Si el pueblo votó a favor de Ulate,
Ulate ha de ser el presidente de la República, por derecho constitucional. Si
no defendemos ese derecho a tiempo... Bueno, quiero decir que es una misión muy
noble y por eso quiero participar. No para traca-traca-traca como deporte, ni
para matar por matar sin convicción alguna.
JULIO CÉSAR: — ¡Qué derechos, ni
qué ocho cuartos! Todo eso es puro cuento. Lo que importa es armarla bien
armada y lucirnos hasta ganar medallotas. ¡Cuánta gozadera vamos a tener,
traca-ta-traca-ta-traaa, tiro va y tiro viene! ¡De película, Felipe, de película!
¡Lo que vamos a disfrutar! Estoy harto de este adormilado pueblucho del
carajo...
FELIPE: — Siempre creí que lo hacías por principios. ¿Pero es cierto lo que
acabo de escuchar, que te metés en esto sólo para armar jarana porque la
modorra pueblerina te aburre? ¿Porque te has cansado de cazar patos y venados y
ahora querés probar municiones en... los seres humanos? No sos un hombre, ni
siquiera un soldado, sino un carnicero, un solapado criminal. ¡Y pensar que
como vos andan muchos sueltos en este mundo! En vez de pensar en el bienestar
del país y en la defensa de nuestros derechos, vos sólo estás planeando hacer
un burumbún, como si se tratara de un carnaval. No sé si sentir lástima o
desprecio por vos. ¡Y yo, que te admiraba tanto pensando que exponías el
pellejo por los sagrados derechos de ese pueblo! (Sale enfurecido, y sin
darle tiempo a Julio César para replicar, da un fuerte portazo).
ESCENA 4
(RETROSPECTIVA: unas semanas antes del velorio).
(En el cuarto de
costura se encuentran Diana, Minerva y Ariadna).
MINERVA: — Ya hemos probado todos los
medicamentos habidos y por haber y cada vez Diana se nos pone peor. De nada
sirven los calmantes. Además, se está volviendo violenta. Esta mañana, cuando
la ayudaba a vestirse, se volvió, me dio un puñetazo en el pecho y me lanzó al
suelo. Está sobrexcitada. Lo peor es que mamá no quiere aceptar que lo del mal
de Diana es muy serio y requiere tratamiento inmediato.
ARIADNA: — ¿Te enteraste de lo que sucedió
ayer? : — Pues para que te
enterés, mamá salió al jardín porque Diana estaba gritando y lanzando piedras a
diestra y siniestra. Cuando Diana la vio acercarse, comenzó a insultarla y
apedrearla a ella también. Mamá, que no tiene ni pizca de paciencia, furibunda,
agarró un cinturón y comenzó a azotarla. Entre la locura de Diana, sus
historias de la tal Petra, de que ella es de hule y que por eso no siente nada,
y la crueldad de mamá, esto se ha vuelto el mismito infierno.
MINERVA: — ¿Por qué no te rebelás contra
ella y al mismo tiempo te arrancás ese odio que te está carcomiendo por dentro?
Decíle algo, protestá por lo que le hace a Diana, defendéla, pues ella no puede
valerse por sí sola.
ARIADNA: — ¡Qué lindo!, me echás el
muerto a mí. ¿A ver, por qué no te le plantás vos, que sos la mayor de
nosotras, y por eso la más indicada?
MINERVA: — ¡Cuidado!, mamá te puede oír.
Siempre anda fisgoneando detrás de las puertas. Es cierto que sos la menor,
pero la más fuerte, y además, no tenés pelos en la lengua y le cantás cuatro a
cualquiera.
ARIADNA: — ¡Si yo pudiera hacerla
desaparecer...!
MINERVA: — ¡Ariadna! Medí tus palabras.
¿Por qué siempre te vas a los extremos? No se trata de nada de eso. Julio César
tal vez haga algo.
ARIADNA: —Ni pensar en él. Acordáte que
no ha regresado del frente. Sepa Judas por dónde andará.
MINERVA: ─ (Persignándose) ¡Que Dios lo tenga bajo su sombra protectora y nos lo traiga con vida!
El problema está en que Julio César idolatra a mamá y que ella da la vida por
él. Julio César estará siempre de su parte, como lo estaba papá.
ARIADNA: — Es nuestro deber unirnos, y
unidos protestar por sus abusos; hacerle ver que lo sabemos todo y que no
queremos seguir viviendo su farsa. Vos me ayudarás, ¿verdad, Minerva?
MINERVA: ─ No puedo resistir
más. Yo me iré de aquí pronto. ¡No puedo más!
ARIADNA: — ¡Ah, comenzás a reconocer lo
que no querías aceptar antes! Ella ha hecho que esta casa sea un verdadero
infierno. Si te vas, lleváme con vos ¡por amor de Dios! Sos mi única esperanza.
(Minerva niega con la cabeza) ¡Por favor Minerva, sos mi único consuelo!
MINERVA: — Después mandaré por vos. Te lo
prometo.
ARIADNA: — ¡Te escapás con Rodrigo! Por
eso no me querés llevar. ¡Julio César los matará a los dos! Ni soñés con salir
vivita y coleando de tan arriesgada aventura.
MINERVA: — Te diré la verdad, pero no se lo digás a nadie. ¡A nadie! ¿Me
entendés? Sí, me voy con
Rodrigo porque me quiere y quiere mi felicidad. Me sacará de este infierno y
respiraré el aire que dejamos de respirar hace ya tanto tiempo. Quiero
libertad, aún a costa de cualquier cosa. Soy joven y merezco gozar de la vida.
ARIADNA: — ¿Cuándo van a acabar mis
males? Si te vas, me quedaré muy sola...
MINERVA: — Decíme, ¿es justo que me pase
así toda la vida, sacrificando mi juventud, mi felicidad?
ARIADNA: — Es una locura, Minerva.
Pensálo bien, muy bien... Pensá en la violenta reacción de Julio César... ¡Y
mamá!, ¡qué no hará mamá por hacer de tu nueva vida otro infierno! ¿Por qué no
hacen las cosas como se debe y se casan?
MINERVA: — Nos vamos fuera del país,
lejos de todo esto. Nos casaremos por lo civil antes de salir. Rodrigo tiene
una beca para estudiar ingeniería en México. Ya lo he pensado mucho. No hay
otra salida, Ariadna. Y hasta tengo los papeles y el pasaporte. No voy a
quedarme aquí para podrirme entre estas
paredes como tía Amparo, quien se quedó para vestir santos por hacerle caso a
nuestra madre. La suerte ya está echada. (Suelta a llorar con desolación. Ariadna se
acerca a consolarla.
)
ARIADNA: — Vos por lo menos tenés a
Rodrigo. ¡Si yo pudiera!
MINERVA: — Si vos pudieras ¿qué? Hace
días que encuentro debajo de tu almohada la Biblia
y otros libros religiosos. ¿Pretendés meterte a
monja? ¡Bonita monja harías viviendo en tu alambicado mundo de inquietudes y
pasiones! Hablando en serio, ¿pretendés
dedicarte a la vida mística?
ARIADNA: —Siento hambre espiritual. Busco
aquello que nos negaron desde niños, la fe en Dios, esa fe que alienta y ayuda.
Anhelo encontrar a ese Dios bondadoso y comprensivo que amortigua las penas y
cicatriza las heridas. El dios cálido y amoroso del cristianismo. Pero sé...
que no lo merezco. Y menos ahora.
MINERVA: — ¿Por qué lo decís,
tontuela?
ARIADNA: — Es que… vos no comprendés. Si
yo pudiera arrancarme el odio y llegara a perdonarla... El cura me lo exigió
para darme la absolución cuando finalmente me confesé. De mí depende que él me
dé la bendición y me deje ir libre de pecado. Hago esfuerzos, Minerva, pero mi
hostilidad hacia ella, o mi odio, llamálo como querás... es más fuerte que yo.
¡Y qué infinito alivio sería el perdón! ¡Cuánto lo deseo y lo necesito!
MINERVA: — ¿Vos fuiste a confesarte? Sos
un ser paradójico. Y es tanta la complicación de tu espíritu que no
hay quien te entienda. Me hablás de esa necesidad espiritual, esas ansias de
Dios, pero te consume esa morbosa pasión contra mamá...
ARIADNA: — ¡Estoy muy confundida!
MINERVA: — Pero Ariadna, a vos mamá no te
ha hecho más daño que a mí. Yo la rechazo, desapruebo sus mezquindades, pero
también me da mucha lástima. Su neurosis es el resultado de lo que ha
sufrido... Como todo náufrago, se agarra a las más absurdas e ilusorias tablas
de salvación y haciendo sufrir, desahoga sus frustraciones en nosotras tres.
ARIADNA: — No comprendo por qué nos trajo
al mundo, si se vive renegando de nosotras.
MINERVA: — Te repito, para que
te lo metás de una vez por todas en la cabeza, que mamá está neurótica y
necesita de un psiquiatra, tanto o más que Diana.
ARIADNA: — Sos tan buena, que a pesar de
todo lo que nos tortura, la defendés… Es mucho
lo que mamá nos ha hecho. Sobre todo a papá. (Rompe a llorar de nuevo y
sale precipitadamente).
ESCENA 5
(RETROSPECTIVA: dos días antes del velorio)
(Se encuentran las tres hermanas sentadas en la sala.
La radio trasmite música clásica.)
DIANA (Se queda mirando fijamente una de las reproducciones del libro
y enseñándosela a Ariadna le pregunta): — ¿Quién es esta señora, Ariadna?
ARIADNA:— Es la Virgen Santísima. ¿No la
reconocés ya, Diana? Es
la madre de Jesucristo, Diana, ¿te acordás cuando yo era pequeña, en el cuarto
negro de oscuridad, cuando terminabas de contarme aquellos maravillosos
cuentos, yo repetía con vos: "Dios te salve, María, llena eres de
gracia..."? ¿Ya no te acordás?
DIANA: — ¡Cuánta bondad hay en su
mirada! Parece que ha bajado de un mundo donde no habita la Horrenda Petra.
Uyyyy, la Horrenda Petra está ahí, detrás de la puerta. ¡Me va a atacar! Escondéme.
Dejáme arrancar este cuadro de María para llevarlo conmigo sobre mi corazón y
que espante a la Horrenda Petra. ¡Es papá! ¡Es papá que por fin llega! ¡Ha
vuelto, Ariadnita! ¡Ha regresado y me repetías que no iba a volver nunca más!
¿Por qué me decís esas mentiras tan feas? Me hiciste sufrir mucho... hasta
pensé que... se había muerto porque ustedes vestían de negro y lloraban mucho.
ARIADNA: — Diana, sentáte aquí, por favor.
Tranquila...
DIANA: — ¡No! Quiero ver a
papá. Hace mucho que lo espero.
ARIADNA: —
Diana, te lo vuelvo a repetir: desde hace mucho, papá se nos fue para
siempre... no volverá nunca más.
DIANA: — ¡No, papá no se ha ido del
todo! No me ha dejado aquí, en esta casa
sin luz. Papá no ha muerto...
DIANA: — ¡Mentira! Me mentís porque
querés que sea sólo tuyo. Sos una egoísta, ¡querés quitarme a papá!
MINERVA: — Diana, Ariadna dice la verdad. ¡Está
muerto!
DIANA: — ¡Muerto! ¡Y con él
murió el amor y la felicidad en esta casa! Siempre lo mismo, mueren los que no
deberían morir. Todos se van poco a poco. Sólo queda el eco de sus pasos en los
corredores y en lo profundo del corazón. ¿Por qué se marchan los que nos hacen
felices? ¡Es injusto! Todo esto es injusto…
MINERVA: — Injusto y
absurdo, pero no podemos hacer nada contra lo irremediable. La verdad, Diana,
es que no ganamos nada con quejarnos, porque no nos van a devolver a papá.
Además, ningún suceso hermoso del pasado se vuelve a repetir de la misma
manera. Ni vos, Diana, con tu belleza boticelliana, te repetirás. Ni Ariadna,
ni yo.
ARIADNA (muy triste): —
Ahora lo único que quiero es llorar y llorar y llorar hasta que se me
sequen los sentimientos y emociones… No llorés Diana, que todavía nos queda el
consuelo de que donde está ahora, papá no sufre más.
DIANA: — Ya no entiendo nada. Todo es
turbio, confuso. Todo se ha vuelto tristeza y soledad.
ARIADNA: — Nada tiene explicación para mí... desde
que papá murió, la vida se me hace imposible. ¡Me siento tan sola, tanto,
tanto, que me parece que llevo a cuestas una soledad de siglos!
MINERVA: —Todos hemos sufrido mucho.
Nosotras tres, sobre todo, porque mamá nunca nos quiso por ser mujeres. Julio
César ha sido siempre su favorito.
ARIADNA: — Ustedes dos están conmigo, sí,
pero mi soledad es extraña: a veces no siento ni mi misma presencia. ¿Lo ves?,
la espantosa nada que me dejó Felipe, es para mí lo que la Horrenda Petra es
para vos, Diana.
MINERVA: — ¡No comencés, por favor! (Entra Julio César. Viste uniforme de soldado).
JULIO CÉSAR: — ¡Mamá! ¡Diana!,
¡Minerva! ¡Mamá! ¡Todas, vengan! Ya lo ven, regreso sano y salvo...
(Minerva, Diana y Ariadna van a su encuentro con los
brazos abiertos y llorando de regocijo lo abrazan.).
MINERVA: —
¡Julio César! ¿Cómo te fue? ¡Las noticias eran tan alarmantes! Todo el tiempo
temíamos lo peor.
JULIO CÉSAR: — ¡Bah! Si ya la victoria es nuestra. ¿Que no oyen
las noticias de la radio?
MINERVA: — ¿Para qué, si sólo se trasmiten
las oficiales, y siempre a favor de los Calderonistas? Y como si eso fuera
poco, dejamos de recibir las noticias clandestinas desde hace más de una
semana. Pero las buenas que nos daban los figueristas, las contradecía la
prensa al servicio de Calderón Guardia.
JULIO CÉSAR ─: ¿Ni se han enterado
del pacto de Ochomogo, con el que se puso punto final a la lucha? Además, y
como prueba, ¿No ven que estoy aquí? Yo no iba a desertar así como así, ya me
conocen bien, ¿no?
MINERVA: — ¡Qué bueno tenerte aquí
con nosotras y que la pesadilla haya terminado!
ARIADNA: — Explicáme,
hermanito, ¿por qué te metiste en la revoluta? ¿Lo hiciste como un acto
quijotesco? ¿O te empujó la desilusión que tuviste porque la “divina Carmen”
prefirió a otro y te dejó mirando para el ciprés?
JULIO CÉSAR: — ¿Quién te ha dado
vela en este entierro, muchacha del demonio? La verdad es que sufrimos mucho en el
frente. Y más al ver a los amigos caer heridos o muertos en el campo de
batalla... ¡Ni qué decir de la cárcel que sufrí cuando me
atraparon transportando pertrechos de guerra escondidos en sacos de arroz y
frijoles!
MINERVA: — ¡Pobre! Ni
siquiera sospechábamos eso y la verdad es que no había forma de enterarnos.
JULIO CÉSAR: — Imaginen que crudas
las pasé. Yo creí entonces que hasta ahí llegaba mi vida, cuando la policía
armada rodeó el jeep y nos apuntó con el revólver a mi compañero y a mí... Y
después, los largos días en la cárcel se nos hicieron una eternidad entre
culatazos, cachiporrazos y castigos injustos cuando me negaba a revelar lo que
exigían, porque como comandante de alto rango, sospechaban que yo era una buena
fuente de información...
ARIADNA: — Pero vení aquí,
sentáte tranquilo y contános todo, que parece de película...
JULIO CÉSAR: — ¡Ilusa! ¡Seguís con tus locas fantasías,
Ariadnita. ¡Cómo se ve que vos no viviste esos malos tratos!
MINERVA: — ¿Así es que te metieron en la chirona?
JULIO CÉSAR: — Sí, pero logré
escapar y ni me pregunten cómo. Ya me conocen ustedes, a mí no me detiene nada,
absolutamente nada. Pero mírenme ahora, hecho puro hueso y pellejo.
ARIADNA: — Ya verás que te trataremos
como un rey y volverás a ser el de antes. Te lo prometo.
JULIO CÉSAR: — ¡Pues a comenzar
desde ahora! Minerva, hermanita, ¿podrías
prepararme algo de comer? Muero por la comidita de casa y desde ayer en
la tarde no pruebo bocado.
MINERVA: — Tus deseos son
órdenes para mí. No tardaré en prepararte algo digno de tu paladar
ARIADNA: — ¡Bueno, estás flacucho, pero
convertido en un gran héroe del que estamos muy orgullosas! Contános más...
JULIO CÉSAR: — Veo que no has
cambiado nada y seguís tan exagerada como siempre, no vale la pena recordar
ahora.
ARIADNA: — Es que quiero saber
cómo murió Felipe. ¡Que
Dios lo tenga en la gloria!
JULIO CÉSAR: — ¡Amén! No sé nada.
Cuando lo sepa, te lo contaré. Él estaba en otro regimiento. Bueno, pero ahora
soy yo el que quiere saber de ustedes. ¿Cómo va todo por aquí? Pensé que nunca
jamás volvería a verlas.
MINERVA: — ¡Qué gustazo verte después de
tanto esperarte llenas de angustia, Julio César! Mamá no ha hecho más que
llorar tu ausencia. Ya sabés que te adora. Bueno, no más cháchara y manos a la
obra: te voy a preparar algo para que te chupés los dedos. Vení, Diana, vamos a
la cocina. (Se van):
JULIO CÉSAR ─: Ariadna, espero
que te hayás portado bien, chiquilla. Sobre todo espero que no le hayás dado
más lata a mamá. A propósito, ¿dónde está mamá?
ARIADNA ─: Primero que nada, dejá de
llamarme "chiquilla" porque hace una montaña de años que dejé de serlo...
JULIO CÉSAR: — ¡Vaya, vaya, con
que ya eres toda una mujer! Para mí seguirás siendo una chiquilla que se vive
dando lata a todo el mundo con sus majaderías. Pero tenés razón, ya pasaste los
veinte, creo, y vieja, ¡a buscar novio y
a casarte pronto si no querés quedarte a vestir santos!
ARIADNA: — Bueno, dejá ya de decir bobadas. Preguntás
por "tu mamacita querida", ¿no es así? Debe estar en su habitación.
Dice que no se siente bien.
JULIO CÉSAR: — ¿No le habrás
causado algún disgusto, como siempre, Ariadna? La pobre debe haberse preocupado
mucho por mí... Iré a verla.
ARIADNA: — Esperá.
JULIO CÉSAR: — ¿Pasa algo,
Ariadna?
ARIADNA: — Nada, nada. Me preguntabas si
me he portado bien. Sí, por supuesto, me he portado como un verdadero angelito.
Además, como si eso fuera poco, he estudiado mucho y ya lo sabés, estoy en la U
saturándome de sabiduría. Pronto seré una responsable profesional.
JULIO CÉSAR: — ¡Así es que tengo
una hermana que pronto será una responsable profesional! ¡Qué orgullo para la
familia! Bien, hermanita, voy a ver a mamá y luego me daré un baño para
sentarme limpio a la mesa. ¡Mmmm, volver a comer como Dios manda y no la
porquería del rancho del frente de batalla!
(Ariadna se
desploma en el sofá con desaliento).
JULIO CÉSAR: — Hablá de una vez
por todas y decíme qué es lo que te morís por contarme. Debe ser muy grave
porque no tenés pelos en la lengua, y me temo que esas lágrimas que asoman en
tus ojos son del esfuerzo supremo que hacés para guardar ése tu secreto.
ARIADNA: ─ Ha pasado mucha agua
por este molino. Minerva es cobarde, y no se atreve a contártelo porque piensa
que callando anula la realidad. Así, me veo forzada a hablar yo y quedar como
la mala de la película, como siempre.
JULIO CÉSAR: — ¿Tan grave es, que
para decirlo tenés que dar vueltas como gallina clueca?
ARIADNA: ─ Voy al grano: sabés bien que
papá estaba muy delicado de salud. El corazón, según los médicos. Con el menor
disgusto, ¡crac!, se quedaría sin vida. Lo cuidamos con esmero. Más aún,
después del último infarto…
JULIO CÉSAR: — Sí, ya lo sabía.
Se te olvida que yo estaba aquí y lo viví todo como mamá y ustedes tres.
ARIADNA: — Lo sabías, sí, pero te pasabas
con Felipe metido ahí, en la selva, en tus cacerías, y nunca te enterabas de lo que estábamos
pasando nosotras. Escucháme: lo que precipitó la muerte de papá fue... todavía
no lo he dicho a nadie… No sé cómo comenzar…
JULIO CÉSAR: — ¡Terminá de decirlo,
Terminá, por favor! Además, quiero ver a mamá.
ARIADNA: — Se trata de ella, la misma que nos engendró. De la
que se hizo gato bravo con toda nuestra herencia.
JULIO CÉSAR: ─¿Has perdido la
razón? Para tu información, papá nos dejó en la calle. Mamá me explicó que todo
se fue en amigotes, mujeres y francachelas.
ARIADNA: — Eso es lo que salió diciendo
por esos mundos de Dios, entre lloriqueos de viuda recién estrenada. En qué
gastaba papá su capital, no lo sé, pero que no estamos pobres, me consta...
JULIO CÉSAR: — ¿Qué pruebas tenés?
ARIADNA: — ¡Claro que las tengo! En el fondo de su
armario tiene un lugar secreto; un día que ella se descuidó, yo lo descubrí,
porque ella había dejado la llave pegada a la cerradura y ¡hay que ver el
dineral y los bonos al portador que guarda! Nos hace trabajar como burros, para
seguir guardando la platilla.
JULIO CÉSAR: — Pero vos vas a la
universidad. ¿Por qué decís que también trabajás como Minerva y yo?
ARIADNA: — Voy a la U en las tardes, pero
en las mañanas trabajo y le doy casi todo mi sueldo con tal de que me deje
seguir estudiando. Y como si eso fuera poco, nos grita y maldice a nosotras… porque
a vos te adora. En fin, se trata de ella... de tu adorada mamá... que además
engañaba a papá con don...
JULIO CÉSAR: — ¿Queeee? ¡Hablá,
insensata! Terminá de decirlo, ¿con “don” quién lo engañaba? Explicáme muy clarito lo que acabás de decir.
ARIADNA: — Los he visto a ella y a don
Bernardo... juntos. En la primera ocasión yo era muy niña. Entonces, quizás por
inocente creí que el abrazo y el beso que se daban eran de amigos y por lo
mismo no le di importancia. Pero ahora que no me engaña mi intuición femenina,
vuelvo a mis recuerdos de entonces y sé que sólo un hombre y una mujer... se
besan así, con pasión.
JULIO CÉSAR: — Eras pequeña
entonces y ahora, en el recuerdo, estás deformando la realidad. ¡No permito, ni
permitiré nunca que ni vos ni nadie le
levanten esos falsos testimonios a mamá! ¿Me escuchás? ¡Insidiosa!, ¡sólo
porque mamá me quiere mucho! ¿Cuándo será que dejés de sembrar cizaña entre
nosotros?
ARIADNA: — Pero... ¡es que la he visto, ya de grande! Una vez, la seguí hasta el
apartamento de él, ¡y los vi! Fue poco antes del infarto de papá.
JULIO CÉSAR: ─ ¡No puede ser! ¡No es
cierto! ¡A ese hombre lo mato! ¡Lo mato! Voy a confrontar a mamá ahora mismo.
¿Y papá... estaba... enterado?
ARIADNA: — La noche misma de
su muerte tuvo la revelación definitiva de tan abominable verdad. Si lo supo
antes, o por lo menos tuvo sospechas, lo ignoro.
JULIO CÉSAR: — Mamá, mamá... don Bernardo... papá... ¡Ariadna, has llenado de sombras mi corazón!
ARIADNA: ─ La noche cuando papá murió,
discutieron con tanta violencia que se podía escuchar desde aquí. Fue cuando
papá tuvo el último infarto. Mamá nos llamó cuando no había nada que hacer... Papá
pudo haberse salvado.
JULIO CÉSAR: — ¿Qué hacer ahora?
¿Qué hacer? Ella es nuestra madre, la que nos dio el ser.
Además, papá la amaba con delirio. Mamá lo era todo para él...
ARIADNA: — Lo peor es que ella tiene tal poder de persuasión y es tan hábil
para disimular, que nadie sospecha su hipocresía. A veces yo misma pienso que
todo es fruto de mi imaginación.
JULIO CÉSAR: — Yo también me temo
que todo eso que me contás sea pura fantasía. Tal
vez mamá fue al apartamento de don Bernardo para algo que no tenga que ver con
tu acusación... En cuanto a lo de papá, el doctor nos aseguró que fue un
infarto masivo y nadie habría podido hacer nada para salvarlo.
ARIADNA: — Hace mucho dejé de ser la
adolescente fantasiosa. Se me hace como si los otros, y vos también, vieran
sólo el lado bueno de mamá y nosotras, Diana y yo , el lado malo. Sin embargo, no podés hacerte una idea de la
vergüenza que paso en la calle, pues me siento señalada por todos con el dedo:
"mirá, ahí va aquélla, la hija de la adúltera avara que..."
JULIO CÉSAR: — ¡Basta ya!
¡Calláte de una vez por todas! ¿Por qué
no te guardaste esto para vos, y me dejaste seguir viviendo ajeno a todo eso y
creyendo en ella? Yo la amaba... ella ha sido mi orgullo, mi alegría, mi
consuelo, todo lo que cualquier hijo ama en su madre...
ARIADNA: — Si te revelé el secreto es
porque vos, como el único hijo varón y además, primogénito, tenés el deber
de enderezar las cosas, en
esta casa Minerva sufre mucho, me pidió que te lo dijera. Ha llegado el momento
de enfrentar la realidad…
JULIO CÉSAR: — ¿Entonces... Decíme, ¿qué hacer?
ARIADNA: — Diálogo,
para ver si consciente de que todos
nosotros ya conocemos sus trampas y mentiras, y se produzca en mamá un
cambio en su conducta.
JULIO CÉSAR: — ¡Alto ahí! Has
atizado el fuego y ¿ahora te me amilanás? Es muy fácil atizar el fuego, pero
apagarlo del todo, ¡imposible...!
ARIADNA: —Sólo queremos que
nos ayudés a cambiar esta situación que cada día se vuelve más insostenible...
A vos, ella sí te hará caso... a mí no me escucha y ya sabés de sobra que no me
quiere…
JULIO CÉSAR: — Pero decíme, ¿Por
qué entonces me has revelado toda esa... indecencia? Para dialogar, no era
necesario abrir esa caja de Pandora ¿Por
qué no me dejaste seguir viviendo la "decente" farsa de mi madre?
ARIADNA: — Es que... no he sabido
plantearte la situación debidamente... debí haber tomado en cuenta tu
temperamento... volcánico... lo que te dije fue sólo porque es necesario un
cambio en esta casa... sólo por eso...
JULIO CÉSAR: — Pues a cumplir con el deber y empezar...
ARIADNA: ─ ¡Sos muy violento,
Julio César. Acordáte: un diálogo es lo que queremos. ¡No hagás locuras. Usá la
razón y no te dejés dominar por las emociones. (Julio César sale. Entra
Minerva y se dirige a Ariadna).
MINERVA: —
Julio César iba fuera de sí. ¿Qué pasó?
ARIADNA: — Se lo dije todo por nuestro
bien... Era hora de que lo supiera a ver si pone las cosas en su lugar…
MINERVA: —
¿Se lo dijiste todo... ? ¿Hasta lo que según tú causó la muerte de papá?
¡Qué locura! ¿No ves las consecuencias que todo eso puede traer? ¡Vete a buscar
a Julio César sin pérdida de tiempo, si querés evitar una tragedia!
ARIADNA: ─ Dejálo tranquilo.
Está cansado. Sólo va a refrescarse un poco antes de comer.
MINERVA: —
Ojalá sea sólo eso. ¡Pero ahora me vas a escuchar! Que le dijeras lo injusta
que ha sido mamá con nosotras tres, pase, pero lo otro, son sólo conjeturas
tuyas. Tu amor por papá te llevó a hacer de él un semidiós. Pues veamos cómo se
desmorona ese dios ante tus propios ojos. Te lo sugerí varias veces, pero ahora
mismo vas a saber la verdad y me vas a escuchar...
ARIADNA: — ¿Es que ahora querés echarle lodo a
la memoria de papá? No negués que yo era su preferida y eso no lo has podido
perdonar...
MINERVA: — Dejá de decir
tonterías. Para tu información, nuestro padre, aunque te duela, fue un hombre
como cualquier otro... quizá hasta peor, maltrató y celó a nuestra madre hasta
más no poder. Lo presencié muchas veces e incluso tuve que interceder para que
no la golpeara, y todo por celos...
ARIADNA: — ¡NOOOO!
MINERVA: — ¡Así como lo oís,
hermanita, celos! Los de él eran como los celos tuyos, sin sentido, enfermizos.
Vos los heredaste de él. Diana y vos eran muy chicas y mientras dormían tranquilitas,
mamá y yo esperábamos a papá que llegaba tarde y... como si eso fuera poco,
tenía mujeres por doquier. Mamá lo sabía y lloraba en silencio. Si no hubiera
sido por don Bernardo...
ARIADNA: — ¿Vos ya lo sabías?
MINERVA: — Dejáme seguir. Que mamá se
ensaña con nosotras, no lo niego; que sólo se interesa por Julio César, tampoco
lo niego; que se ha vuelto avara; y que nunca tuvo para papá una palabra de
afecto, imposible negarlo. La enclaustró y la
hacía vestir como una monja. Con lo hermosa y atractiva que es! ¡Pobre mamá!
ARIADNA: — ¿Pobre mamá? ¡Ahora va a
resultar que ella es la víctima!
MINERVA: — ¿Querés saber más? ¿Querés que te cuente sobre todas
esas mujercillas con quienes papá se exhibía en público? A mí me tocó verlo...
¡Ah!, y también sé que cuando papá andaba de "luna de miel" con una
de sus queriditas… en su desesperación, mamá intentó suicidarse y
de no haber sido por "ese" tal don Bernardo que tanto odiás, ella
habría muerto.
ARIADNA: ─¡¡¡Basta ya!!!
MINERVA: — Tendrás que
escucharme hasta el final: Don Bernardo la llevó al hospital y la colmó de
cuidados, mientras nadie daba con el paradero de tu "muy querido
papá". Todo comenzó ahí, para que te enterés. El amor de don Bernardo fue
el único consuelo y alivio al rosario de sufrimientos que papá le causó.
ARIADNA: — Entonces... Minerva, quiere
decir que has sido cómplice de ese amor... adúltero...
MINERVA: — ¿Cómplice yo? Mi silencio era
para evitar extremas consecuencias… evitar lo que a partir de ahora podría
ocurrir...pero Dios quiera que no suceda...
ARIADNA: —
Minerva... yo…
MINERVA: — ¡Nada! Ahora te callás y me
escuchás a mí. Así fue como mamá fue compensando sus frustraciones... Se ha ido
consumiendo en dolor, soledad y miseria. Partía el alma verla llorar a
escondidas... Fue un dolor que creció conmigo y contribuyó a la ruina de mi
matrimonio, porque siempre vi en Manolo a un hombre como papá.
ARIADNA: — ¡Pero no todos los hombres son
así, como vos decís!
MINERVA: — Eso me parecen a mí, después de
lo vivido... Es por esa experiencia que decidí no fugarme con Rodrigo en
aquella ocasión, ¿recordás? Por eso me quedé aquí para consumirme como tía
Amparo. Fue cuando comprendí el dolor de mamá, yo, que como mujer he sufrido en
carne propia las agonías del amor, no una insidiosa como vos, que te atrevés a
juzgar sin ni siquiera haber vivido. Y por eso, oímelo bien, ¡pero muy bien!:
si algo pasa a causa de tus intrigas, te señalaré a vos, ¡sólo a vos, como la
única culpable.
(Las luces se
apagan lentamente.)
ESCENA 6
(VELORIO)
(En la escena del velorio los visitantes, de pie, apuntan con el dedo a
Ariadna. Las luces sicodélicas que se encienden y apagan, deben dar la
impresión de que las siluetas de dichos personajes son las Erinias salidas de
una pesadilla).
TODOS EN CORO: — ¡¡Asesina!! ¡Más
que asesina: vos le envenenaste el alma a Julio César!, ¡lo azuzaste con tu
odio! ¡Mala hija!, sos la mano homicida
que dio muerte a doña Leo. Tu odio se plegará en arrugas de prematura vejez en tu
piel y en tu alma. Uno por uno, minuto a minuto, día tras día, todos los meses,
todos los años, estos dedos que hoy te señalan se clavarán sin misericordia en
la llaga que tu culpa abrirá en tu alma. La culpa te arrancará ¡ayes! sin
alivio.
(Sigue el escenario iluminado por las luces sicodélicas,
pero los asistentes al velorio toman sus respectivos puestos, unos de pie y
otros sentados, charlan bisbiseando. Sus voces son profundas, como salidas del
fondo de un pozo)
VISITA 1:
— ¿Confesó antes de morir?
VISITA 2: — Dicen que se recuperó del
primer infarto y que en plena lucidez, pidió un cura pocas horas antes. Tengo
entendido que fue larga la confesión.
VISITA 1: — ¿Cómo? Dice usted que murió de
un infarto, pero... se comenta por ahí que lo fatal no fue el infarto, sino el
golpe que se dio al caer.
VISITA 2: — El golpe debió ser fuerte,
porque diz que le abrió el cráneo... sólo estuvo unos momentos consciente, pero
pudo confesar a duras penas, recibir la absolución y los Santos Óleos. Su
esfuerzo fue tal, que la sumió en la agonía y pronto murió.
ARIADNA (Como sonámbula, desde su
puesto, comienza a leer en voz alta el siguiente pasaje de la Biblia):
— “Llegado el anochecer, dijo el amo de la viña a su capataz: ‘llama a los
obreros y págales su jornal. Comienza por los últimos hasta llegar a los
primeros. Vinieron los de la hora undécima y... recibieron un denario”. (Como
un eco, los asistentes repiten, uno tras otro, "recibieron un denario,
recibieron un denario, recibieron un denario"). “Cuando llegaron los
primeros, pensaron que recibirían más, pero también a ellos les dio sólo un
denario. Al tomarlo murmuraban contra el amo, diciendo: ‘estos postreros han
trabajado sólo una hora y los han igualado con los que hemos llevado el peso
del día y el calor...’ ” Levantando los ojos de la Biblia y siempre con voz
de autómata, dice Ariadna): — Un denario para papá, un denario para
Minerva, un denario para Julio César, un denario para Diana, y pues confesó y
fue absuelta en el lecho de muerte, un denario para... mamá... ¿Y para mí? Para
mí probablemente ni un denario. (Los visitantes hacen eco diciendo:
"ni un denario, ni un denario, ni un denario"). Quizás nada.
Puedo quedarme una eternidad con la mano extendida, vacía, y ¡nada! (Se
vuelve hacia el ataúd): A última hora confesó mamá y ya debe tener su
denario. Al momento de la paga a mí me darán el último denario, si es que me
toca alguno... Entretanto,
tendré que esperar el perdón con la mano tendida, vacía...
(Se apagan las luces sicodélicas y se encienden otras
que han de dar la claridad de una mañana de sol. Todos se preparan para el
entierro. Ariadna cae de rodillas ante el Cristo que está en la pared y
comienza a rezar. A su lado, sentada, se encuentra Diana).
ARIADNA: — Padre nuestro que estás en los
cielos.... Santificado sea tu nombre... Venga a nos el tu reino...
DIANA: — Mirá, Ariadna, tendremos
fiesta .
¿Has visto cuánta gente hay aquí? Vamos a bailar todo el día, hasta caer
rendidas...
ARIADNA: — Tranquila, Diana,
tranquila. No es éste el momento de hablar de fiestas. Quedáte quietecita aquí.
Hágase, Señor, tu voluntad, así en la tierra como en el cielo...
DIANA: — Afuera hay un coche grande y negro cargado
de flores...
ARIADNA: — …..venga a nos el tu reino, hágase tu
voluntad así en la tierra como el cielo…
DIANA: — Las campanas de la iglesia
cantan anunciando la fiesta. ¡Din-don, din-don, din-dooon
ARIADNA:—...Y perdónanos nuestras
deudas... y... perdónanos... nuestras... deudas... ¿Recibiré algún día el
perdón? ¿Me darán el denario? ¡Dios mío, perdonáme y perdonála también a ella!
¡Perdonáme, mamá!
(Un reloj de pared da diez
campanadas. Cuatro amigos se acercan para levantar el ataúd. Ariadna sigue rezando. De pronto el teléfono
interrumpe la escena. Minerva levanta el auricular y contesta.)
MINERVA: — Haló... Sí señor, la
residencia de la familia Maldonado... Habla con Minerva ¿De la Jefatura de Policía?... (Con voz
temblorosa y cargada de llanto): — ¿Órdenes de que no prosigamos con el
entierro hasta que vengan las autoridades...? ¿Una autopsia...? ¿¿¿Quéeee???...
¿Dice usted...que fue un crimen...? Seguiremos sus órdenes. Aquí los esperamos.
No cuelgue, por favor. Dígame, ¿quién pidió la autopsia? Ah, sí, don Bernardo. (Dirige
a don Bernardo una mirada de rabia): — Sí, don Bernardo Esquivel...
BERNARDO: — Comprendéme…, yo sólo…
MINERVA: — Sí, por supuesto, ¡tenía que
ser usted, el gran amigo y protector de esta familia!
BERNARDO: — Minerva… era
mi...deber.
MINERVA (Dirigiéndose a Julio
César): — Julio César, me acaban de comunicar que don Bernardo
llevó tu rifle a la comisaría... En la culata había vestigios de sangre. Vienen
a llevarte para un interrogatorio como sospechoso de crimen. ¡Pobrecito mío!
Ahora la víctima sos vos... por escuchar las voces retorcidas del odio. Porque en realidad vos, y únicamente vos,
Ariadna, sos la responsable... Julio César sólo fue un instrumento tuyo...
VISITANTES: ─ ¡Asesinato! ¡Un
asesinato! ¡Sus propios hijos la asesinaron! ¡Monstruos! ¡Criminales! (De pie, todos señalan con el índice a los
hermanos y exclaman varias veces: “¡Asesinato!”. Sólo queda Ariadna, quien está consternada.
La ilumina una luz azul como indicio de
que se ha reconcentrado en sus pensamientos).
ARIADNA: — Esto es una atroz pesadilla.
¿Seré yo sueño de otro que me sueña…? ¡Dios mío, cesá ya de soñarme en este
interminable infierno! (Ariadna se hinca frente al público con un rosario
en las manos. Mientras se extingue la iluminación del escenario y se va
cerrando lentamente el telón, repite con una voz que se va apagando como un
lejano eco): — Perdona nuestras
ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden... ¡Perdonáme, mamá!
¡Perdonáme...!
Telón
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